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El duelo en los niños ante la pérdida de un ser querido: de 5 a 12 años (segunda parte)

    Ahora bien, entre las edades de cinco a siete años van apareciendo los signos de negación más patentes en comparación con las edades primeras. Esto se manifiesta en la despreocupación, en los juegos y en las risas. En estas edades es fácil para los niños comportarse como el progenitor del mismo sexo que ha fallecido. Esto muchas veces es potenciado al decirle: «Hijo, tienes que ser fuerte y ayudar a tu mamá». Lo anterior ocurre por el deseo de identificación que el niño tiene con la persona fallecida, lo cual es normal. Se tiene que prestar considerabilísima atención con esta identificación cuando se vuelve excesiva, porque el niño puede terminar tomando un papel que no le corresponde. Al adulto le corresponde cuidar al niño, no viceversa.[1] Acerca de este punto que es tan significativo, Fauré indica lo siguiente:

    Un niño es ante todo un niño, con todo lo que ello implica. Cada uno debe ocupar su lugar: no deben intercambiarse los papeles. Es al adulto al que le corresponde cuidar al niño, por muy fuerte que pueda ser el deseo del niño, de ayudar y el del progenitor de sentirse consolado y protegido por su pequeño.[2]

    En el Tratado de psiquiatría de la infancia y la adolescencia Jerry Wiener y Mina Dulcan aportan lo siguiente acerca de la identificación excesiva que el niño puede desarrollar:

    El niño o niña puede convertirse en sustituto del progenitor perdido y puede adoptar algunos papeles parentales e incluso maritales, tal vez cuidar de los hermanos o consolar al progenitor superviviente. Ello puede provocar sentimientos de urgencia o desesperación en el niño, así como culpa al esforzarse en desempeñar el papel del pariente perdido mientras por su parte aún necesita de los cuidados parentales.[3] 

    Sin embargo, en el otro extremo de la identificación puede ocurrir lo siguiente:

    La muerte de un padre es una pérdida muy dolorosa, y en especial, cuando el hijo ha alcanzado una identificación profunda con ese padre, lo más probable es que con el deceso se presenten reacciones de resentimiento, enojo y otros sentimientos violentos con el padre que permanece vivo.[4]

    Esta etapa Fauré la marca de cinco a ocho años. Él indica que a los ocho años el concepto de muerte es ya muy parecido al concepto que un adulto puede tener de la misma. A partir de esta edad se entiende a la muerte como un proceso natural y universal; algo que es irreversible y que es aplicable a todo ser vivo, incluyendo al propio niño.[5] Al tener más entendimiento y ser un poco más grande, el niño va comprendiendo un poco más lo que le rodea, por lo que:

    El niño de esta edad es a menudo mucho más reservado y silencioso que el niño de dos a cinco años. Suele no hacer muchas preguntas. Empieza a ocultar sus lágrimas y sus emociones, por un lado, porque seguramente le da miedo perder el control si se abandona a ellas, por otra parte, porque empieza a sufrir el condicionamiento de los adultos respecto a la expresión de los sentimientos.[6]

    Ahora bien, siguiendo con las edades, de los 7 a los 12 años se presenta la negación más parecida al de un adulto. Comienzan a brotar frecuentes sentimientos de tristeza, inquietud y soledad.[7] En esta etapa, los niños comenzarán a sentir o desarrollarán el deseo de no querer vivir porque el ser amado ya no vive. Este impulso puede ser oculto a simple vista, pero existe dentro de ellos. Esto se manifiesta en accidentes o pequeños actos destructivos, como también en suicidios que son simbólicos, los cuales pueden pasar desapercibidos al observador más especializado. Esto puede ocurrir especialmente cuando al niño se le miente sobre la muerte y, por ende, se le confunde. Los «microsuicidios» pueden ser mucho más serios.[8] «El niño pequeño puede, entonces, atravesar un período depresivo que es preciso que el adulto identifique para impedir que se recluya en la apatía respecto a los demás y en un repliegue demasiado acusado».[9] Acerca de esto, Wiener y Dulcan comentan lo siguiente:

    Los niños combaten la pena en parte mediante la expresión, a sí mismos o a los demás, de sus sentimientos de tristeza. También pueden mostrar diversos mecanismos de defensa, entre ellos la negación. Los niños que carecen de suficientes oportunidades de compartir sus sentimientos, o que tienen bloqueadas esas oportunidades, pueden optar, de manera inconsciente e incluso consciente, por manifestar en la conducta su ansiedad, frustración e ira, a través de conductas disruptivas, como pueden ser una actitud negativista exagerada, estallidos de mal genio, comportamiento antisocial o conductas peligrosas.[10]  

    Entendiendo esta etapa, es importante que en estas edades se deba poner atención a esta parte de la negación, a los sentimientos que desarrollarán y, sobre todo, al proceso por el cual lograrán manejar estos sentimientos en sus acciones.

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    Ahora bien, así como en el duelo de un adulto se pueden visualizar diferentes etapas propias del proceso, en los niños es similar. El Departamento de Psiquiatría Clínica lo divide en tres fases. A la primera fase se le conoce como «protesta». En esta primera fase se revela la añoranza y la amargura: el niño llora suplicando que la persona fallecida vuelva. A la segunda fase se le nombra «desesperanza». Aquí el niño irá perdiendo la esperanza de que su madre o padre vuelvan, por lo que se deja a un estado de apatía y abandono. Por último, a la tercera fase se le conoce  como «ruptura del vínculo». En esta última fase el niño irá rompiendo parte del lazo con el padre fallecido al exponer cierto interés por el mundo que les rodea.[11] Sin embargo, independiente a las edades o fases en los niños, cuando una persona fallece en casa los niños se sentirán muy perturbados. A esto se le suma que con mucha frecuencia sus problemas no son detectados, porque el padre que ha quedado en vida está confrontando también sus propias emociones y actividades.[12]

    Por último, para finalizar esta etapa de la investigación, se debe tocar un tema muy importante: el entierro. Acerca de esto, Fauré indica lo siguiente:

    No hay, a priori, nada de malsano en el hecho de que el niño acuda al entierro. El niño  necesita, tanto como el adulto, de esos rituales que vuelven tangible la realidad de la defunción. Comprenderá mejor su importancia cuando mejor haya comprendido su sentido. Estar presente en los funerales le ayuda a percibirse como una persona plenamente en duelo, al margen de su corta edad.[13]

    Por lo anterior, es importante y se recomienda  que se prepare a los niños para esta nueva experiencia, explicando lo que implica este tipo de ceremonia, indicándoles quiénes participan en ella y cómo se organiza el funeral. Esto ayudará a que se desdramatice un poco el evento y se atenúe el impacto en los niños.[14]


    [1] M. Gómez Sancho, La pérdida de un ser querido: El duelo y el luto (Madrid: Arán, 2007), 346.

    [2] C. Fauré, Vivir el duelo: La pérdida de un ser querido (Barcelona: Kairós, 2004), 147.

    [3] J. M. Wiener y M. K. Dulcan, Tratado de psiquiatría de la infancia y la adolescencia (Barcelona: MASSON, 2006), 39.

    [4] C. Gómez Restrepo et al., Psiquiatría clínica: Diagnóstico y tratamiento en niños, adolescentes y adultos (Bogotá: Médica Internacional Ltda., 2008), 335.

    [5] Fauré, Vivir el duelo, 143.

    [6] Ibíd.

    [7] Gómez Sancho, La pérdida de un ser querido, 346.

    [8] Ibíd., 294-295.

    [9] Fauré, Vivir el duelo, 140.

    [10] Wiener y Dulcan, Tratado de psiquiatría, 39.

    [11] Gómez Restrepo et al., Psiquiatría clínica, 334.

    [12] Gómez Sancho, La pérdida de un ser querido, 344.

    [13] Fauré, Vivir el duelo, 153.

    [14] Ibíd., 149.

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