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El drama de la resurrección

«El Dios que resucitó a Jesús es el mismo que le entregó a la muerte en la cruz».

Karl Barth

Consumado es 

El intento parecía fracasar. La encarnación se mostraba como el mito. El Mesías parecía ser uno más, un simple mortal. Habló contra la muerte como quien tenía poder sobre ella, pero quizá ni su perdón ni su sanidad eran lo que prometía. La muerte fue su enemigo más poderoso y no lo pudo derrotar. Estos parecen ser los primeros pensamientos de sus discípulos. Jesús clavado en la cruz lanzó a su padre gritos desesperados cuestionándose: «¿Padre, por qué me has desamparado?».

A simple vista, la escena más que esperanza muestra desesperanza. Sin aliento, los seguidores de Jesús se dispersan en la escena. Muchos de ellos, tras bambalinas, vuelven a sus antiguas obras. Aterradoramente parece que los discípulos pensaron por un momento que Jesús no dejó mas que buenos recuerdos, largas caminatas, frases cautivadoras, algún que otro milagro; pero ahora todo se ha ido, eso terminó… 

El Padre entregó al Hijo. El Espíritu Santo guió al Hijo a entregarse. El Hijo mismo se entregó. Si la decisión había sido tomada en conjunto, la pregunta es: ¿por qué parece que el Hijo es abandonado en la cruz? A los ojos de los deístas eso sucedió desde el momento de la creación. Un Dios trascendente pero no inmanente crea las cosas, las pone en marcha y se retira. Parece que la historia se repite. ¿Acaso es la tendencia de un Dios alejado y desinteresado? 

La encarnación milagrosa, la vida santa, la muerte expiatoria y la resurrección poderosa de Jesucristo parecen ser un mito para quienes se preguntan: «¿Dónde está Dios en medio de todo este caos?». Estos harán bien en recibir el consejo de Tolkien a Lewis: ver la historia de Jesucristo como un mito, con la gran diferencia de que es verdadero, «un real destello de verdad divina que cae en la imaginación humana». 

¿Para qué sirve la muerte de Cristo? 

La formulación de esta pregunta no es extraña para esta época. De hecho, ya la mencionaba Adolphe Gesché en su serie de libros Dios para pensar. Aunque debemos reconocer lo insolente que puede sonar, esta interrogante expresa la lejanía de la humanidad ante Dios, pero al mismo tiempo la necesidad de él. La afirmación que nace del testimonio bíblico y de nuestra confesión es que Jesucristo murió por nuestros pecados. 

Que Cristo murió es la historia. Que Jesús murió para el perdón de nuestros pecados es el evangelio. Para Pablo, la cruz significaba la salvación, el perdón y la victoria sobre la muerte. Por lo tanto, el mensaje de la cruz no se limita al simple hecho de que Jesús fue crucificado, sino que de este evento se extiende un significado para nosotros: Jesús murió para que nosotros podamos vivir. Jesús fue contado entre los pecadores para que los pecadores pudieran ser perdonados.

«Al que no conoció pecado, le hizo [Dios] pecado por nosotros», afirma el apóstol Pablo en 2 Co 5:21, y en Gálatas vuelve a decir que Cristo se convirtió en maldición por nosotros (3:13). El Padre abandona al Hijo por nosotros, es decir, le deja morir para así él convertirse en el Dios y Padre de los abandonados. El Padre entrega el Hijo para ser, por medio de él, el Padre de los reprobados (nosotros). 

La humanidad acostumbrada al dolor y a la desesperanza pone sus ojos en la tumba. El cuerpo de Jesucristo, pasivo, descansa en paz. «¡Ahí está, oh muerte, tu victoria!», exclaman algunos. El futuro sigue siendo gris, pero de una manera sorprendente algo pasa tras el escenario, donde los espectadores puede que no vean lo que realmente sucede. El escenario principal no es donde ellos creen. El final de la escena no está en la tumba, porque la tumba está vacía. 

El Dios crucificado, el Dios resucitado 

La cruz nos libera del miedo a la muerte y de la necesidad de vivir una mentira. Aquí es donde la humanidad encuentra una luz, una que ha buscado a lo largo de su historia y que no ha encontrado a fuerza propia. 

«Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18:37). «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8:12). «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás (Jn 11:25-26). 

Una vez más, el escéptico se pregunta: «Si murió, ¿de qué dio testimonio?, ¿qué verdad era esa?, ¿qué luz y qué vida hay en una persona que muere?». Nuestra respuesta, aunque lógica es necesaria hoy día: «¿Dónde más mostraría Jesucristo que él da testimonio de la verdad, que él es la luz y que él es la vida misma? ¡Enfrentando la muerte! ¡Venciendo a la muerte! La resurrección es la fuerza del evangelio». 

Dios, al levantar a Jesús de entre los muertos, lanza su protesta y su condena contra el pecado, el dolor, la injusticia, la escasez, el cansancio y el desprecio. Su victoria no descansa solamente en el milagro de su encarnación y en lo maravilloso de su vida santa, también descansa en el poder de la resurrección. Jesús bien pudo tomar las palabras de José y decir: «Ustedes intentaron hacerme el mal, pero Dios lo usó para su bien». 

Dios se presenta en la resurrección como victorioso sobre estos males, y al mismo tiempo como el sanador de los dolores y heridas causados, haciéndose presente en todas estas luchas. Nuestro Dios, «el Dios encarnado», «el Dios crucificado» y «el Dios resucitado», se presentó ante el dolor y el sufrimiento diciendo: «Heme aquí». 

En el nombre de Jesús se concentra el poder de Dios que demuestra su identidad divina y señala su papel providencial en la historia como aquel que llevó a su plenitud el plan divino. 

Nuestra esperanza no está en un acontecimiento futuro; nuestra esperanza está en una persona real y poderosa. Es Jesús quien torna nuestro futuro esperanzador. La esperanza nos permite abrazar el futuro sin despegar los pies del presente, nos permite avanzar y poner la mirada en las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. 

Tú puedes entrar en escena y actuar en esta obra con tu testimonio de fe, ya que desde que el telón (velo) fue rasgado no se ha vuelto a cerrar.

¡¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?!…

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