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Desde temprana edad el sistema de educación nos plantea la necesidad de desarrollar habilidades productivas que nos orienten a profesiones remuneradas por el mercado. Nos vemos alentados a crear “planes de vida” desde la secundaria donde las metas sugeridas son títulos académicos, puestos de trabajo corporativos, vehículos de último modelo, y, un apartamento en un pent-house del edificio más caro en la mejor zona de la ciudad. A eso, sumémosle la presión social del “tiempo y la edad” donde el matrimonio es considerado el epítome del éxito sentimental y la madurez emocional. Los jóvenes se ven presionados a tomar decisiones precipitadas para ir cumpliendo con las expectativas de sus compañeros (y a veces tutores) en función de su edad.
¿Vinimos a este mundo a ser felices?
El desarrollo económico ha promovido estructuras de comercio que invitan al consumo, generando cadenas de valor cada vez más largas y oportunidades para la especialización. A la vez, la integración tecnológica ha traído grandes oportunidades de negocio y ha revolucionado el diario vivir del ser humano, prometiendo soluciones inmediatas y de bajo costo incluso en tareas cotidianas y sencillas. Estamos atravesando un segundo periodo de “industrialización”, como el que se vivió en el siglo XVIII.
¿Vinimos a este mundo a ser exitosos?
En medio de este trajín es valioso recordar que Dios dejó una guía para orientar nuestro paso por este mundo. Su palabra es atemporal y viva. Nuestro entendimiento incluso puede ser guiado por el Espíritu Santo a medida que la modernidad se cuela en nuestro presente. En un entorno global donde la productividad pareciera ser el único elemento por premiar, Dios nos recuerda que el éxito personal y la promesa de la felicidad son engaños con las que el mundo pretende engancharnos.
El ser humano tiene la tendencia inherente a sentirse insatisfecho con sus circunstancias. El satisfacer una necesidad, sólo abre el campo de atención para fijarse en una nueva. Es necesario recordar que, desde el Éxodo, y a lo largo del Pentateuco, el pueblo de Dios se quejó una y otra vez de sus circunstancias, hasta que se cerraron ellos mismos las posibilidades de entrar a la tierra prometida que Dios había dispuesto para ellos.
Eclesiastés es uno de los libros más profundos y reflexivos de la biblia. Quien en algún momento fue afín al pensamiento de Séneca y su “Tratado de la Brevedad de la Vida”, encontrará en Eclesiastés (El Libro del Predicador) un verdadero deleite respecto a la calidad de los razonamientos de la transitoriedad de nuestras circunstancias, nuestro efímero paso por el mundo, y la insignificancia de nuestra naturaleza caída ante la soberanía y permanencia de Dios.
Mientras buscaba la sabiduría y observaba las cargas que lleva la gente aquí en la tierra, descubrí que la actividad no cesa ni de día ni de noche. Me di cuenta de que nadie puede descubrir todo lo que Dios está haciendo bajo el sol. Ni siquiera los más sabios lo descubren todo, no importa lo que digan (Ecl 8:14-16).
De Eclesiastés extraemos que la constante de la naturaleza humana es la incertidumbre. Buscamos respuestas. Nunca estamos satisfechos. Sufrimos por lo que es, sufrimos por lo que no es. De ahí, que quizás Schopenhauer infirió que esta era la constante: el sufrimiento.
El camino
En el Nuevo Testamento, comprendemos y hallamos finalmente una respuesta a la búsqueda. Es entonces cuando vemos más allá de las responsabilidades obtusas del día a día. Somos libres de nuestros afanes y preocupaciones porque fijamos nuestra vista en Jesús. Es aquí, cuando entendemos que nuestra realidad (nuestras circunstancias) son subjetivas, modificables y transitorias y entonces entendemos que el gozo y el contentamiento no vienen del entorno sino a pesar de él.
Podemos alcanzar la plenitud con nuestra vida en la misma medida en la que Jesús lo hizo mientras vivía. Conformándose con poco o mucho, pues su porción venía de Su Padre que está en los cielos. ¡De hecho, esa ha sido la solución que nuestro Padre nos brindó desde un inicio! Todo este tiempo, hemos buscado un ídolo, y en realidad sí tenemos a quién adorar, a Jesús. Podemos llegar a ser como Jesús mediante una transformación espiritual. En este sentido, la primera carta de Corintios escrita por Pablo provee un valioso punto de partida para los creyentes que deseamos construir nuestra vida a través de los principios que Dios estableció para nosotros, del gozo y la paz de sus promesas, y de la sabiduría que va más allá de la ciencia. La presciencia.
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el polemista de este siglo? ¿No ha hecho Dios que la sabiduría de este mundo sea necedad? 21Porque ya que en la sabiduría de Dios el mundo no conoció a Dios por medio de su propia sabiduría, agradó a Dios, mediante la necedad de la predicación, salvar a los que creen (1 Cor 1:19-30).
Esto no quiere decir que viviremos una vida de conformismo, mediocridad, justificando la pasividad. El punto es tomar acciones, a partir de haber recibido la revelación de nuestro propósito por parte de Dios. Tanto nuestras virtudes como debilidades cobrarán sentido cuando desarrollemos el ministerio que Dios tiene preparado para nuestras vidas. Nuestro propósito podrá no ser el más “rentable” de nuestras opciones, pero será el que nos dará plenitud, el que nos ayudará a establecer un balance entre el tiempo dedicado al trabajo, al servicio de Dios, y a la comunión en la intimidad con Él. La llave es la siguiente: desarrollar una relación con Él para que podamos recibir revelación de Él.