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El privilegio, ventura y responsabilidad de ser padre

El privilegio, ventura y responsabilidad de ser padre

El artículo 78 del Código Civil de Guatemala establece que la familia es una institución social. Sin embargo, yendo más allá del derecho positivo, todos los creyentes sabemos y afirmamos que esta es una institución creada y establecida por Dios, es decir, es esencialmente divina. Según la soberanía del Eterno, la familia está constituida básicamente por un padre, una madre y los hijos.

Hoy se celebra en Guatemala, 17 de junio, el Día del Padre. Y para conmemorar este día tan especial —¡valga la ocasión!— me gustaría plantear algunas reflexiones al respecto. Lo anterior con el propósito de animar a esos hombres comprometidos con Dios y con la excelencia en esta difícil, pero invaluable, tarea.

Dios, el Padre por antonomasia

Es un hecho que no existe el padre perfecto, pues los hombres, como seres falibles que son, cometen errores. Sin embargo, M. Peace y S. W. Scott en su obra Padres fieles dice, a propósito del Padre:  

A través de toda la eternidad solamente ha habido un padre perfectamente fiel, y fue padre del único hijo perfectamente fiel. Por supuesto, nos referimos a Dios el Padre y al Señor Jesucristo. Ellos se amaban perfectamente y nunca pecaron. El Padre siempre se complacía del Hijo. El Hijo siempre cumplía la voluntad de su Padre. Ni uno ni el otro pecarían jamás porque son santos. ¡Cuán bella es esta imagen![1]

Los padres y su responsabilidad con la palabra de Dios

La familia es el lugar, sin duda alguna, donde se enseñan e inculcan los principios y valores éticos judeocristianos. Dentro de esta, los padres son los principales encargados de instruir y enseñar a los hijos los caminos de Yahvé: «Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón;  y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes» (Dt 6: 6-7). Como se observa, la enseñanza de la palabra de Dios, según la misma instrucción de Dios, no puede ser casual ni esporádica, sino más bien continua, seria y devota.

Según el pasaje anterior, los padres tienen una gran responsabilidad ante Dios y su familia, la cual, si se cumple cabalmente, beneficiará tanto a la sociedad en general como a la iglesia en particular. No debemos olvidar que si hay familias unidas y centradas en el temor del Señor, habrá congregaciones estables y aptas para predicar las virtudes de aquel que llama de las tinieblas a la luz (1 P 2:9), es decir, iglesias que sean sal y luz en medio de esta confusa sociedad. Y si hay iglesias impactando su entorno y contexto, se producirán sociedades respetuosas de la vida, la familia y promotoras de la solidaridad y ayuda mutua.

Por el contrario, si la palabra de Dios brilla por su ausencia y no se transmite la buena tradición de generación en generación, intentando que esta se vuelva raigambre en los corazones de la familia, sucederá lo mismo que se lee en el libro de los Jueces: «Y se levantó después de ellos otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel» (Jue 2:10). Dicha verdad no solo sería triste y dolorosa, sino fatal para nuestras sociedades.

El padre como cabeza del hogar, profeta, sacerdote y juez

Según los principios escriturales, el padre debe ejercer una función cuádruple como digno representante ante Dios de su familia: cabeza del hogar, profeta, sacerdote y juez.

Como cabeza del hogar, el hombre provee, sustenta, cuida, soporta y protege a sus hijos (Col 3:21) y esposa, amándola «así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella (Ef 5:25; Col 3:19). Como profeta, el padre tiene el imperativo de enseñar la palabra de Dios, instruir y advertir sobre las consecuencias de apartarse de los estatutos divinamente establecidos. Así como Job presentaba a sus hijos ante Dios —«Y acontecía que habiendo pasado en turno los días del convite, Job enviaba y los santificaba, y se levantaba de mañana y ofrecía holocaustos conforme al número de todos ellos. Porque decía Job: Quizá habrán pecado mis hijos, y habrán blasfemado contra Dios en sus corazones. De esta manera hacía todos los días» (Job 1:5)—, el padre, al igual que hacían los sacerdotes, presenta a sus hijos ante el Creador. En su función de juez, juzgar con imparcialidad y disciplinar a la luz de las Escrituras, siempre con un balance adecuado, son tareas imprescindibles en la educación de los hijos.

¿Cómo ser el padre que Dios quiere?

De acuerdo con la revelación divina, el factor clave para convertir a un hombre en una bendición poderosa para su familia se halla en el Sal 128:1-4:

Bienaventurado todo aquel que teme a Jehová, Que anda en sus caminos. Cuando comieres el trabajo de tus manos,  Bienaventurado serás, y te irá bien.
Tu mujer será como vid que lleva fruto a los lados de tu casa; Tus hijos como plantas de olivo alrededor de tu mesa. He aquí que así será bendecido el hombre que teme a Jehová.[2]

El secreto del salmo está en la capacidad de temer al Señor. Ese tipo de temor no se relaciona con las ideas de miedo o pánico ante la presencia divina, como algunos quisieran proponer. Se trata, más bien, del reconocimiento pleno de la misericordia del Eterno y del deseo e impulso de obedecer sus mandamientos. De acuerdo con la literatura sapiencial, el temor a Jehová es la fuerza que guía al ser humano a buscar y descubrir la voluntad divina para disfrutar la dicha y la bienaventuranza que se relaciona con la revelación del Señor.[3]

Padre, que tu legado sea indeleble y te conviertas en un modelo de entrega, servicio, amor, humildad y, sobre todo, integridad. Esfuérzate por ser recordado como un eximio y bizarro, para que no seas execrable. 

A todos los que gozan de esta gran responsabilidad y enorme privilegio, ¡feliz Día del Padre!


[1] Martha Peace y Stuart W. Scott, Padres fieles: Una guía bíblica para la crianza de los hijos (Graham: Faro de Gracia, 2014), 13.
[2] Wayne A. Mack, Tu familia, como Dios la quiere: Desarrollando y manteniendo buenas relaciones en el hogar (Graham: Faro de Gracia, 2006), 8.
[3] Samuel Pagán, Comentario de los Salmos (Miami: Patmos, 2007), 637.

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