En el amanecer de un fragante día invernal, en una angosta vereda de un bosque de eucaliptos, repentinamente me encontré con un ente que reclamaba ser el Supremo Creador. Tenía la apariencia de una cambiante nube iridiscente, que flotaba serena sobre el húmedo suelo del bosque, entre rosas, mariposas, ruiseñores, abejas, libélulas y pálidos rayos de luz solar.
La nube se reflejaba vibrátil en el agua regocijada de los riachuelos o de los manantiales. Brotaba de ella una voz majestuosa y clara, semejante a un canto coral en un vasto templo de cristal. Era una voz que la floresta escuchaba extasiada, y el cielo propagaba estupefacto.
“En este bosque sentiste mi presencia con tal intensidad, que me invitaste a manifestarme. No importa la forma de la manifestación. Solo importa que soy yo, el Supremo Creador”, dijo el presunto ente divino. “¿Cómo sé que lo eres?”, díjele. Y él me respondió así: “No necesitas saberlo. Es suficiente que me presientas.”.
Y yo díjele: “Y es así. Te presiento. Eres el Supremo Creador. Muchas gracias por tu fantástica manifestación. ¿Puedo plantearte una pregunta?” Entonces él me dijo: “Plantea tu pregunta; pero no podré responderla si es sobre profundos misterios de la creación, que en esta terrestre residencia el ser humano jamás podría comprender. Escúchote, intrépido pero amado mortal.” Esta fue mi pregunta: “¿Por qué creaste un mundo imperfecto?” El Supremo Creador calló, no perturbado, sino preocupado por encontrar una respuesta que yo pudiera comprender.
Aproveché su silencio para suministrarle algunos ejemplos de imperfección, y díjele así: “Hay vida, amor, placer, felicidad, salud, bondad, inteligencia, justicia, esperanza, lealtad, paz y juventud; pero también hay muerte, odio, dolor, infelicidad, enfermedad, maldad, estupidez, injusticia, frustración, traición, guerra y vejez.”
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