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El Concilio de Nicea se considera el primer concilio ecuménico de la Iglesia. Y justo este año se cumplen 1700 años desde aquel gran suceso. Esta serie abordará puntos importantes e impredecibles de ese suceso histórico. Se dará inicio con el contexto antes del concilio, el proceso para llegar a él y se responderá la razón de un concilio y sus resultados posteriores.
Contexto histórico y religioso previo a Nicea
Alrededor del año 117 d. C., el imperio Romano llegó a su clímax. Llegó a tener una vasta extensión territorial que se volvía cada vez más complicada de controlar. A causa de ello, se dio “La Crisis del siglo III”, alrededor del 235 al 284 d. C., ya que día con día se hacía más y más difícil para una sola persona tener el control de una vasta tierra.
A causa de estos problemas, el estado de Roma empezó a buscar soluciones para poder tener todo bajo control. Al quedar Cayo Aurelio Valerio Diocleciano como emperador de Roma alrededor del año 284 d. C., tuvo una gran idea. Diocleciano propuso que se dividiera el reino en 4 partes y que se pudiese tener un mejor control de este, llamando a este estado: Tetrarquía.
La tetrarquía consistía en una división de territorios en cuatro partes. En la que existían dos augustos, quienes eran los que tenían el mayor poder; y, por otra parte, dos césares que estaban bajo el mando de los augustos. Alfonso Ropero menciona que “Los cuatro compartían el trono, pero en realidad era Diocleciano quien ejercía la máxima autoridad, el reparto del gobierno fue solo funcional y no constitucional”.[1]
La tetrarquía tuvo como principal enfoque crear una reforma militar. Esto hacía aún más fuerte a los romanos y permitía que pudiesen crear leyes a su gusto; nadie podía revelarse u oponerse a ellas. Diocleciano quería una misma cultura, una misma patria y por ende una misma religión.
Entonces aparece la Iglesia, ya que en aquel tiempo existía una “Política Religiosa”, a la que todas las personas debían regirse. Recordemos que los romanos eran politeístas y tenían a sus propios dioses, para ellos era importante plantar esa misma religión en los lugares que gobernaban.
¿Qué pasaba con la Iglesia mientras tanto? En el gobierno de Diocleciano, Blázquez menciona que “Durante los 16 primeros años de su gobierno, los cristianos vivieron en paz”.[2] Esto ayudo a que por lo menos la cuarta parte del gobierno de Diocleciano pudiese compartir el evangelio, eso sí, apegado a lo que las leyes romanas decretaban.
Pero en el caso de Galerio, el yerno de Diocleciano, con el título de Cesar, las cosas fueron diferentes. Él estaba en contra del cristianismo, su madre practicaba una religión que rendía culto a los dioses de las montañas y eso influenció de gran manera a Galerio. Blázquez menciona de Galerio que “A este echaron la culpa los escritores cristianos de la feroz persecución de los cristianos”.[3]
A causa de ese odio hacia el cristianismo de parte de Galerio se llevó a cabo una ofensiva anticristiana de parte de Diocleciano. En el año 303 d. C. se creó un edicto en contra de los cristianos, ósea que, fue mucha la persecución. Este edicto buscaba reprimir a los cristianos y posiblemente desaparecerlos. Destruyeron varias iglesias, se quemaron muchos libros que se consideraban sagrados; aquellos que se oponían ante esta feroz persecución podían ser torturados y perdían cualquier privilegio que tenían en la sociedad.
Ese primer edicto no fue el único, la iglesia empezó a sufrir a causa de otros edictos que iban avanzando con más fuerza. A tal punto que Ropero menciona que “Se ordenaba el encarcelamiento de los jefes de la Iglesia y se publicaron panfletos contra los cristianos como parte de un programa de desacreditación cultural del cristianismo”.[4]
Las luchas por preservar los libros sagrados
Una de las luchas más fuertes antes del concilio de Nicea fue la de la preservación de los libros sagrados. El edicto que lanzó Diocleciano no solo buscaba afectar social y físicamente a los cristianos, sino que también en el área que ellos consideraban espiritual. Para destruir los libros sagrados se enviaron grupos de funcionarios que trabajaban para el imperio Romano. Esto dejaba en desventaja a los cristianos ya que ellos no podían pedir piedad y mucho menos defenderse.
Una de las estrategias que los cristianos utilizaron en aquel tiempo, fue la de entregar copias de otros libros, en vez de los originales, para que estos no fuesen destruidos. Otros escondían los libros para que no fuesen hallados por los funcionarios. Aunque las estrategias no siempre funcionaron la preservación de los libros sagrados, como fuente de doctrina y práctica, fue un elemento vital para los futuros debates cristianos.
La lucha por la preservación de las Escrituras no resultaba del esfuerzo y sacrificio únicamente de los hombres de la Iglesia. Las mujeres tomaron un papel muy importante en la preservación de las Escrituras. Ropero menciona esto, diciendo que “Se cuenta de tres hermanas de Tesalónica, llamadas Irene, Ágape y Quionia”.[5]
Estas tres mujeres reunieron todos los libros sagrados que pudieron y teniendo todo este material, fueron a esconderlo. Sus padres aún eran paganos, así que mantuvieron la ubicación del lugar en secreto entre ellas, para que estos no fuesen encontrados. Lamentablemente fueron descubiertas y los funcionarios encontraron el escondite de aquellas mujeres. Por su parte, Ágape y Quionia fueron quemadas vivas en una hoguera.
Irene, por ser de una edad muy joven, fue encarcelada. Tiempo después fue llevada ante Dulcicio; quien al principio le había enviado a la cárcel, pero al tiempo Dulcicio cita a Irene nuevamente y ella de forma valiente se negó a negar su fe. Se tomó la decisión de ser quemada como sus dos compañeras. Ropero menciona que “El día 1° de abril del 304, Irene subió a la hoguera cantando salmos a Dios, alzándose con la corona del martirio”.[6]
Culminación de la persecución ¿Una nueva esperanza?
Al pasar del tiempo, Galerio, aquel hombre que tenía un fuerte sentimiento en contra del cristianismo cayó con una fuerte enfermedad. Ropero dice que “La enfermedad de Galerio y su muerte, “comido por gusanos”, se prestaba fácilmente a la interpretación cristiana que veía en ella un castigo de Dios por sus maldades”.[7]
La situación en la que se encontraba lo llevó a pensar en el daño que había cometido contra gente inocente. Así que se firmó un “Edicto de tolerancia hacia los cristianos” en el que resumidamente permitían que los cristianos pudiesen volver a la normalidad y donde se les permitía reconstruir todo lo que los romanos habían destruido.
Después de este terror que la sobrellevó, Ropero menciona, “como si de repente hubiera comenzado a resplandecer la luz después de una noche oscura”.[8] Para los cristianos esa luz fue la llegada de Constantino. No como un salvador del mundo, tal cual lo fue Cristo, sino como alguien que dejaría que los cristianos pudiesen predicar el evangelio libremente y sin miedo a la muerte.
La llegada de Constantino al poder es un tremendo debate hoy en día; pero nos enfocaremos en la estabilidad que le dio al cristianismo como religión. La libertad de religión trajo varios problemas, entre ellos las células herejes dentro de la misma Iglesia. Entre las más fuertes, el movimiento de Arrio o el arrianismo. Esta célula especialmente es uno de los puntos mayores a abordar en el concilio.
Esta era la batalla que tenía el cristianismo contra el imperio romano antes del concilio, un sube y baja, donde la religión se veía interrumpida por los edictos que se lanzaban. Y en donde, después de cesar las percusiones, los problemas no serían externos, sino internos.
Este recorrido sobre el Concilio de Nicea es solo el inicio de una serie de publicaciones que explorarán en profundidad los eventos previos, las luchas internas y las decisiones clave que definieron la fe cristiana en su relación con el Imperio Romano. ¡No te pierdas las próximas publicaciones!
[1] Alfonso Ropero, Mártires y Perseguidores (Barcelona: CLIE, 2019), 297.
[2] J. M. Blázquez, “Gran Enciclopedia Rialp Tomo XXII” (Madrid: Rialp, 2009), 389.
[3] Ibíd.
[4] Ropero, Mártires y Perseguidores, 298.
[5] Ibíd., 315.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd., 302.
[8] Ibíd., 345.
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