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El pasado 10 de septiembre me enteré del asesinato de Charlie Kirk. Esa misma semana estaba preparando un sermón sobre la resurrección en 1 Corintios 15 para el domingo, y no pude evitar sentirme profundamente impactado por la noticia.
Para muchos en Europa, esto podría parecer otro episodio más de violencia política en Estados Unidos. Sin embargo, para mí su historia tenía otros matices: Kirk no solo era un activista, su movimiento surgió —entre otras cosas— como reacción a la presión de ideologías que cuestionaban las nociones tradicionales de la familia, el matrimonio y el género. Aunque hay que aclarar que su activismo no se redujo a la defensa de esos elementos.
Charlie Kirk, junto con otros influencers, académicos y activistas conservadores, abrió un espacio que se convirtió en referente para muchos jóvenes que se sentían silenciados por sus profesores y compañeros en el ámbito secular.
Quiero aclarar que, con el tiempo, muchas de sus ideas y formas terminaron por desencantarme y alejarme de su discurso. Kirk estuvo rodeado de controversias en torno a temas como la inmigración o la posesión de armas. Sin embargo, no es de esas polémicas de lo que quiero hablar aquí.
Lo que me preocupa es que Kirk se ha convertido en víctima de algo que viene germinando en una sociedad cada vez más individualista y populista: el odio hacia quien piensa diferente. Aunque el homicidio fue perpetrado por una sola persona, lo que ha seguido en las redes sociales es igualmente alarmante: celebraciones de su muerte, justificaciones del crimen o difamaciones contra alguien que ya no puede responder a sus adversarios.
Problemas que debemos enfrentar
1. El crecimiento del populismo y la polarización
Estas dinámicas están alcanzando niveles que deshumanizan al adversario. No solo dificultan el diálogo, sino que también generan desprecio, antipatía y rencor acumulados. Tristemente, este clima de confrontación extrema contribuye a que los sectores más radicales respondan con violencia política.
2. La falta de espacios seguros para el diálogo
Ante la muerte de Kirk, muchos se preguntan: ¿existe algún lugar donde pueda expresar mis ideas sin miedo a ser atacado o ridiculizado? Hoy, incluso opiniones equivocadas o imperfectas corren el riesgo de ser juzgadas, desacreditadas o malinterpretadas de inmediato. La ausencia de entornos de discusión respetuosa limita la libertad de pensamiento y alimenta la polarización y la desconfianza, cuando en realidad podríamos aprender unos de otros si se fomentara un debate abierto y civilizado.
Aprendizajes para la sociedad
Me gustaría rescatar un comentario reciente dado en una rueda de prensa tras el arresto del sospechoso:
Las redes sociales en este momento son un cáncer para nuestra sociedad. Quiero pedirle a la gente que se desconecte un poco, que haga contacto con la realidad, con su entorno, con su familia y con su comunidad. Un amigo que vive en una pequeña ciudad de Utah nos contaba: “Nos reunimos demócratas y republicanos en mi comunidad. Nos sentamos a conversar, a escuchar y a encontrar lo mejor de los otros”.
La realidad nos conecta con las personas; no nos aleja de ellas. Por eso es vital que sigamos creando espacios de encuentro genuino, donde el diálogo no se reduzca a confrontaciones virtuales, sino que nos permita comprender diferentes perspectivas, construir puentes sobre nuestras diferencias y fortalecer el respeto mutuo. Mantener viva la conversación y la aceptación de la diversidad no solo es un acto de civismo, sino una manera de protegernos del odio, la polarización y la violencia que tanto daño causan en nuestra sociedad.
Lecciones para la iglesia
En la iglesia, las polarizaciones políticas y teológicas también están presentes hoy. Al igual que en la sociedad civil, la tendencia a juzgar y condenar al que piensa diferente se manifiesta en discusiones que, en lugar de unir, dividen. Por eso, la iglesia necesita urgentemente volver a ser un ejemplo de unidad en un mundo polarizado. Esto no significa uniformidad absoluta, sino la capacidad de aceptar nuestras diferencias y buscar juntos la unidad de la fe, tal como nos exhorta Efesios: “Manteneos en la unidad del Espíritu por medio del vínculo de la paz” (Ef 4:3).
La historia nos recuerda que cuando olvidamos este principio, las consecuencias pueden ser trágicas. La muerte de Miguel Servet, asesinado por sus convicciones religiosas, es un ejemplo estremecedor de cómo la intolerancia puede destruir vidas. Como decía Sebastián Castellion con respecto a la ejecución de Servet: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre”.
Al reflexionar sobre la muerte de Servet y, más recientemente, sobre la violencia que rodea a figuras públicas como Charlie Kirk, vemos un patrón claro: cuando el desprecio hacia quien piensa diferente se normaliza, se destruye la vida, se rompe el diálogo y se erosiona la comunidad. Nuestra responsabilidad, tanto en la iglesia como en la sociedad, es proteger la vida, cultivar la tolerancia y construir espacios donde el debate y el aprendizaje mutuo sean posibles. Solo así podremos enfrentar la polarización y la violencia con amor, respeto y verdad.
Que Dios nos guíe para vivir esta responsabilidad cada día.
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