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…Y muchos jamás despiertan.
Pedro Calderón de la Barca fue un poeta muy hondo durante lo mejor del Barroco español del siglo XVII. Ahora lo recuerdo con especial afecto porque así me enseñaron a verlo mis educadores cuando yo era muy joven. Y ahora lo vuelvo a recordar con ocasión de la súbita catástrofe ocurrida en Miami hace unas dos semanas.
¿Por qué?
Lo sucedido y un poema teatral me sirven de respuesta:
« ¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción;
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son».
Esas líneas de Calderón me regresaron a la memoria hace pocos días a propósito del desplome de un lujoso edificio moderno de majestad burguesa y de relativamente temprana construcción.
¿Por qué, cabe preguntar, si incidentes del mismo género se han reiterado innumerables veces a lo largo de la historia y en diversos puntos del planeta?
En exclusivo, desde mi punto de vista, por las pérdidas humanas que implicó: es decir, hombres, mujeres, jóvenes y niños atrapados todos en plena noche lluviosa al derrumbarse el suelo que los mantenía muy lejos y por encima del otro suelo de arena sobre el que descansaba esa mole moderna, hipotéticamente muy estable.
Todo ello me trae a la memoria otras tristísimas historias de naufragios en alta mar y terremotos apocalípticos, aun cuando en este caso, el número de víctimas mortales parece no rebalsar las cifras de los doscientos.
Y no menos también los súbitos desplomes en tierras arenosas de cualquier parte, o las inundaciones periódicas que veces se han tragado ciudades, civilizaciones enteras o minúsculos caseríos, dispersos por muchos rincones olvidados del planeta. O sea, las consecuencias desgarradoras de tantos otros anillos de fuego que circundan nuestros grandes océanos.
Por todo ello se nos han acrecentado los terrores y las pesadillas nocturnas en tantos seres humanos a lo largo de los siglos: Pompeya, Herculano, Tokio, San Francisco o Valdivia, entre los más conocidos, o incluidos los de Guatemala que habitualmente nos han asustado casi poco más de medio siglo.
El caso de lo acaecido en Miami, tras lluvias constantes, por semanas, del hundimiento de un edificio de apartamentos relativamente nuevo y habitado principalmente por exiliados de nuestra América hispana, me ha tocado profundamente el corazón.
Pues ocurrió en el país más poderoso y opulento del mundo y entre las arenas más populares para rendir pleitesía deportiva a la naturaleza cálida y azul del Estado de la Florida.
Además, porque familiares míos han vivido allí por muchas décadas y en cuyo cementerio local yacen enterradas mi madre, mi única hermana, una joven y bella sobrina así como amigos entrañables de mi infancia y de juventud.
Pero particularmente por el simbolismo que creo discernir en lo ocurrido: ese punto geográfico, Miami, donde con más pasión y entusiasmo hemos celebrado la vida y en donde creen haber hallado su refugio final otros tantos humanos, hartos del agobio de vivir dispersos, bajo climas más extremos y menos tolerables.
Pero también, por el momento histórico que hoy compartimos todos, tanto ellos como nosotros los que aún gozamos de haber sobrevivido hasta ahora.
Y muy en lo particular, por otras vivencias de tan calamitosos eventos que han tenido por protagonistas jóvenes ilusos o ancianos como yo en búsqueda de descanso.
Y todo ello en pleno cambio social y político como los que en estos momentos se viven intensamente en los Estados Unidos de América, es decir, dentro del marco de un desplome muy generalizado de la vida en familias nucleares. También por el cansancio que se evidencia en la fe religiosa de muchos hoy y de la desorientación cada vez más generalizada sobre nuestras respectivas identidades sexuales que tantos ahora pretenden sublimar bajo los términos embusteros del “orgullo gay”.
Encima, a todo ello últimamente se han sumado innumerables reclamos violentos de políticos y universitarios muy poco reflexivos y de sus respectivas turbas de seguidores desorientados y demasiado proclives al gozo instantáneo por el drama de cada vida humana.
En todo este escenario desgarrador se nos recuerda el dolor de estar vivos, como también lo supo recoger Miguel Ángel Asturias en sus últimos meses de vida aquí en Guatemala, antes de exiliarse para siempre a Paris.
Y yo añadiría que también para los demás “sapientes” que ahora tan seguros nos sentimos de poder anticipar casi todo lo por venir.
En verdad, ha significado un frenón súbito y hasta según algunos de carácter apocalíptico en el que sus víctimas se hallaron en Miami de repente sepultados y sin luz alguna.
Y a mí me lleva a filosofar aquí sobre eso mismo, cual una guerra devastadora (o también una dictadura sofocante) como cualquier otro desastre telúrico. Pues me obliga no menos a preguntarme el por qué y, sobre todo, el para qué de nuestros destinos.
Y todo esto me resulta más acuciante cuando pienso en el horror solitario y muy tenebroso, en especial para los más jóvenes que allí perecieron, como tantos exiliados recientes del anillo de los dictadores caribeños que nos han sido contemporáneos.
¿Dónde está ese escudo que supuestamente nos debería ser nuestra avanzada civilización tecnológica? ¿Dónde está el bien o el mal en tantos fútiles empeños previos por proteger a nuestros más pequeños?
Todo ello yace ahora en un rincón de Miami bajo escombros candentes que no vemos, circundados por terrores nocturnos que ya habíamos olvidado y, encima, agobiados por esa búsqueda del por qué y del para qué de todo lo que nos acontece.
Por eso recurro en ocasiones, como ésta, al ingenio de algunos espíritus inspirados que entre símbolos variados y hasta muy misteriosos han procurado educarnos a todos y, sin saberlo por supuesto, también a mí. De la mano de aquel literato tan sobresaliente de la edad de oro del Barroco español, Pedro Calderón de la Barca.
Él vivió la misma crudeza de todo, sobrevivir entre los poderosos del momento. Y precisamente por ese miedo a los abusos que le fueron tan contemporáneos disfrazó sus comentarios en dramas y poesías rítmicas que les resultaban los más elocuentes para aquellos tiempos.
Y así escogió de héroe a un mítico Segismundo, un príncipe de la lejana Polonia de aquellos tiempos barrocos, que se había tornado a los ojos de Calderón en el filósofo de sus días para responder a tantas inquietudes eminentemente espirituales.
O como mucho mejor lo supo resumir Rubén Darío en su poema “Lo fatal”:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
A lo que yo respondería, en cambio, con el grito esperanzado de Pedro en plena tempestad en el Mar de Galilea: “¡Señor, sálvanos que perecemos!” (Mateo 14:29).
La espiritualidad cristiana, definitivamente, tiene que ver con la totalidad de la vida, es decir, se lleva a cabo y se ejercita en lo individual y en lo comunitario, en la soledad y en lo social. También es cierto que esta tiene un fin: acercarnos más a Dios y a nuestro prójimo. ¿Cuáles son aquellas prácticas que nos ayudan a ser mejores discípulos del Señor? ¿Qué es, realmente, la “espiritualidad cristiana”? ¿Hemos olvidado ejercicios espirituales valiosos? Te invitamos a unirte a esta nueva conversación.
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