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“Decidir” Entraña carácter

La crisis mundial de nuestros días es hipotéticamente reducible a una evaporización generalizada de lo que otrora se entendió por “carácter”. Por carácter, entiendo aquí a la fuerza moral, o espiritual si se quiere, que entraña cualquier toma de decisiones. Pues hoy no nos resulta universalmente fácil escoger con energía una solución o responder a una pregunta que podría sernos muy capciosa.

Desde este punto de vista una decisión se nos torna emocionalmente más cuesta arriba en la medida en que contradice tomas de decisiones previas o mucho más fáciles.   Y así entendido, el mérito moral de decidirnos tiende a implicar hoy más que nunca un compromiso a favor o en contra de un punto de vista bien concreto y determinado que nos podría acarrear hasta la pérdida de la vida misma.

El gesto desafiante del primer ministro de Ucrania frente al de Rusia nos podría servir de un ejemplo a la mano para esto. Pero no menos la decisión de Putin de enfrentarse a una opinión pública que le es casi universalmente adversa. Conclusión: ese hábito de hacer decisiones que se nos pueden antojar cuesta arriba resulta ahora más que nunca un “termómetro” de nuestro carácter.

Todo esto me viene a la mente casi a diario cuando reflexiono sobre el esfuerzo que nos implica un cotidiano vivir honesto y justo. Sin embargo, todo esto me parece que va en contra de tantas otras corrientes acomodaticias de nuestros días como las del relativismo moral que siempre terminan por conducir a una mentira, a la muerte de un inocente, a la excusa de un haragán, o a la protesta colectiva de cobardes escondidos tras multitudes vociferantes y callejeras.

Creo por todo esto que nos urge una mayor insistencia y también mayores esfuerzos para la formación de caracteres más francos, más lógicos, más corajudos y que hagan menos eco a las opiniones populares de las masas. Ejemplos históricos abundan, aunque no menos que los de esos malvados, de los oportunistas, de los codiciosos, de los embusteros o de los abusivos, porque de todo eso siempre nos hemos visto abrumados.

El carácter individual así entendido puede tornársenos un hábito, o si se quiere una “virtud”, con los que afrontar los desafíos diarios de la existencia. También hay pueblos u ocasiones de mejor o de peor cariz colectivo de acuerdo a esta simple constatación a la que quiero ahora acudir.

Carácter es no menos lo que se ha entendido muchas veces por madurez o una visión de largo plazo que nos permite superar exitosamente los obstáculos o las angustias de un momento dado. Así entendido, la formación del carácter debería constituir el objetivo último de todo proceso educativo, o sea, de nuestra preparación para cada uno de los múltiples desafíos a los que inevitablemente nos enfrentaremos.

¿Lo logramos la mayoría de las veces? Depende de quien se haga la pregunta.

Esto constituye un rasgo definitorio en nuestra condición de naturaleza caída pero que con frecuencia nos resulta sumamente beneficioso recordar. Inclusive tal hecho podría hacérsenos equivalente al viejo concepto semítico de un pecado original. Pues ni Adán ni Eva mostraron tener el carácter suficiente para resistir la tentación que con simpleza genial nos describe el libro del Génesis en la Biblia.   

Carácter, sea dicho de paso, es el rasgo adicional que obligadamente nos separa a nosotros los humanos de todo el resto del mundo animal o de cualquier otro mundo hipotético donde la noción de la responsabilidad individual se halle ausente del todo.

El proceso para lograrlo tiene otro nombre muy simple y de no menor alcance universal: la educación. Lo que me lleva a una pregunta: ¿Sabemos acaso educar o nos mostramos fáciles a ser educados? Rotundamente, no.

Cuando me tropiezo con ciertos programas oficiales para “educar” a los más jóvenes o a los menos versados en las verdades de los hechos o con sus valoraciones respectivas, y peor, por parte de algún Ministerio de Educación, reafirmo mi respuesta negativa. Pues la educación jamás ha sido un proceso meramente burocrático.

Y para evitarnos tan inquietante pregunta nos urge contar con juzgadores de larga experiencia y amantes en lo posible de lo enteramente justo. Lo que me lleva a otra pregunta ulterior: ¿acaso ya hemos aprendido en nuestra América cómo preparar y situar competitivamente a nuestros educadores profesionales? No lo creo aún.

Hay pueblos como el japonés, el alemán o el coreano del Sur que por mi propia vivencia personal creo que ya lo han logrado en buena parte; otros, como los de nuestra América Latina, que solo parecen haberlo alcanzado entre grupos demasiados selectos, no masivamente.

Sabemos que todo ello es muy opinable, pero solo partiendo de ejemplos concretos e históricamente exitosos podemos creernos capaces de aproximarnos a esta verdad de inmenso valor axiológico. Dejo aquí y ahora el justiprecio en concreto acerca de tan diferentes y numerosas respuestas sobre nuestros procesos educativos.

Sin embargo, aquí y ahora tengo un objetivo final:

“Por sus frutos los conoceréis”, ya nos ha dicho el texto evangélico (Mateo 7:16). Para tamaña valoración nos resulta imprescindible conocer profesionalmente la realidad de nuestros centros de instrucción y asimismo de nuestras familias respectivas. No menos de nuestros programas académicos, de las personas de nuestros educadores y, por encima de todo, de esos nuestros educandos.

“Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente” se nos prometió simbólicamente en la persona de Josué (Josué 1:9). Y esto, para empezar, lo defino como la esencia del carácter.

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