Hace poco más de dos meses, específicamente el 18 de febrero del presente año 2021, aterrizó en el cráter Jezero del hemisferio norte del planeta Marte la sonda robótica que transportó el vehículo de exploración extraterrestre más moderno de la historia de la astronáutica: el Perseverance.
A una distancia estelar de 54.6 millones de kilómetros de la Tierra y a una velocidad de 20 mil kilómetros por hora, la sonda que trasladó el mencionado vehículo tiene por motivo encontrar restos de supuesta vida microbiana de hace miles de millones de años.
Cabe mencionar que la investigación marciana es antiquísima y ha pasado por las mentes de Galileo Galilei, Tycho Brahe y Johannes Kepler, entre muchos otros. Empero, los primeros intentos de estudios geológicos formales desde la Tierra hunden sus raíces en el siglo XIX con el famoso astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli, quien afirmó haber visto “canales por todo el planeta Marte”.
Dichas pesquisas se ampliaron en el siglo XX con los proyectos Mariner 9 (1971) y las misiones Viking I y II (1975) que lograron aproximarse al Planeta Rojo, con el objetivo de analizar la atmósfera, los comportamientos climáticos y extraer las primeras imágenes de su superficie por medio de una sonda orbital y otra de aterrizaje.
Sin duda, la llegada del hombre a la Luna y los diferentes avances en los estudios del planeta Marte en los últimos años han constituido un gran avance para el campo de la ciencia astronómica, astrofísica y astronáutica.
Y así, las increíbles imágenes en alta resolución que hoy nos proporciona el vehículo Perseverance se deben a la inventiva de hombres y mujeres que constantemente quieren transcender lo inexplicable a nuestra tan limitada pero curiosa mente humana.
Sin embargo, y a pesar de lo sorprendente del proyecto de exploración cósmica marciana, he de reconocer que me resulta extremadamente difícil que encuentren microorganismos que sugieran vida remota en dicho planeta. Esto se debe, como muy bien lo expresa el profesor Antonio Cruz, “a las inmensas dificultades que hay para la aparición de vida en ambientes prebióticos y, sobre todo, porque ni siquiera los científicos han podido explicar el origen real de la vida en la Tierra a pesar de las múltiples hipótesis que lo intentan”.[1]
No quisiera adentrarme en esta ocasión en los vericuetos de las discusiones que se han dado a lo largo de la historia de las ciencias con respecto al origen de la vida. Lo que sí me parece interesante hacer notar en este breve artículo es cómo el ser humano, a lo largo del desarrollo de las civilizaciones, ha estado siempre preocupado por entender e investigar el universo.
Lo ha hecho desde premisas filosóficas hasta los concienzudos análisis cosmológicos contemporáneos.
Y esta preocupación por querer entender el cosmos ha generado gran curiosidad intelectual y no menos teorías que intentan responder a las preguntas sobre el origen y la finalidad de todo lo observablemente creado.
Esta conexión con el misterio del universo y los avances de las ciencias inevitablemente me conectan con el último libro de las Sagradas Escrituras, el Apocalipsis.
En plena adoración celestial expresada en términos de una verdadera teología estética, Juan de Patmos hace una declaración tan profunda como majestuosa:
Tú eres digno, oh Señor nuestro Dios,
de recibir gloria y honor y poder.
Pues tú creaste todas las cosas,
y existen porque tú las creaste según tu voluntad.
Apocalipsis 4:11
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