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Vengan a Mí, todos los que están cansados y cargados, y Yo los haré descansar. Tomen Mi yugo sobre ustedes y aprendan de Mí, que Yo soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas. Porque Mi yugo es fácil y Mi carga ligera». Mt 11:28-30
Agustín decía que el ser humano está inquieto, esta inquietud viene de la percepción de su miseria y su sed de lo eterno ante el destino inevitable de la muerte. El hombre dirige su vida hacia donde cree que puede saciar esa sed y soportar ese destino. Sin embargo, el testimonio del Hijo en la compañía del Padre puede demostrar otra manera de soportar la soledad de este mundo.
Nuestra soledad
Una de las cargas más difíciles que enfrenta todo ser humano es la soledad. Esta soledad nos desarma ante las luchas diarias y nos entrega muchas veces a una desesperación, a la toma de malas decisiones, nos aislamos instintivamente; el ser humano prefiere la soledad ya que cree que no hay nadie que le comprenda.
Ahora, si bien es cierto que la humanidad no puede existir en soledad, dado que el llamado a su existencia ha sido en amor y compañía, a los cuales debe corresponder (ante Dios y su prójimo), también es cierto que, sin cierto grado de soledad, tampoco puede existir, no solo soledad en el sentido de compañía, sino soledad como individuo que se identifica a sí mismo y que se diferencia inconfundiblemente de los demás.
El hecho de la soledad en sí misma es un problema, un desgaste, un sufrimiento. Estar solo, sin comprensión, sin consuelo, sin socorro, y el deseo de quedar en soledad para soportar sufrimiento, luchas, debilidades, tentaciones y pecado hace al ser humano esconderse bajo la sombra del aislamiento.[1]
Todo lo anterior ha sido parte de la vida humana desde siempre, pero, la conciencia dolorida de esa soledad[2] es propio del pensamiento moderno. Inicia cuando el hombre ante la realidad que enfrenta se cuestiona sobre sí mismo y siente esa inquietud (Agustín), pero acá, aun no la vive en su dimensión profunda ya que el dilema se formula delante de la presencia de Dios. En ese momento de la vida en que la existencia se torna problemática y dura, es cuando el humano se aboca al acto de pensar como muestra de su existencia (Descartes), y cuando duda de lo que perciben sus sentidos (Kant), cuando entreve en la naturaleza y el reino animal su posible origen (Darwin), cuando intenta forjar en su destino tanto la rebelión como la esperanza (Marx-Bloch), cuando se abre a la posibilidad de sus peores deseos (Freud), a los que no puede ofrecer redención (Wittgenstein)[3], cuando su sed de poder y sobrevivencia no conducen al amor sino a la búsqueda de la muerte de Dios (Nietzsche)[4]. Todo esto refuerza esa conciencia dolorida de soledad, ahora el ser humano ya no sufre conscientemente ante Dios, sino sufre en soledad.
En su soledad
Todo el tiempo vemos a Cristo acompañado por quienes le seguían, sí, es así, pero la Biblia nos narra esos momentos donde él buscaba estar a solas, y no a solas porque sí, o a solas porque le fastidiaba la compañía, sino, con el propósito de estar a solas con el Padre. Jesús disfrutaba esos momentos de compañía y de fortaleza. Sí, Jesús necesitaba del Padre y disfrutaba de su compañía, pero tanto en su humanidad como en su divinidad, Jesús refleja una realidad en Dios, a saber, la compañía humana también le agrada y la busca.
Esto lo vemos reflejado en el hecho de que, en el momento más difícil de su vida, Jesús decide no solo buscar al Padre, sino hacerse acompañar de sus amigos humanos. Entonces les dijo: Mi alma está muy afligida, hasta el punto de la muerte; quedaos aquí y velad conmigo. Mateo 26:38.
En este relato vemos a un ser humano y Dios viviendo uno de los momentos más angustiantes que había experimentado. La soledad de Jesús es, sui generis (única en su género), es decir, el sufrimiento de un Dios-hombre con una misión particular, pero, no por ello, ajena a nuestra soledad. Los amigos por los que Jesús se hacía acompañar no entendían la importancia y la dimensión de lo que estaba viviendo en ese momento, y el Padre no experimentaba la calidad de esa angustia que a Jesús le hace sudar sangre.
Sin embargo, la ayuda que el padre envía es oportuna, notemos el hecho de que primero llega la ayuda dada a por el Padre en el Ángel, y luego, solo luego de la llegada de este, la lucha de Jesús se intensifica hasta el punto de sudar sangre. El socorro es oportuno.
La compañía buscada por Jesús en sus amigos le desalienta, pues ellos, duermen de la tristeza y Jesús al acercarse a ellos solo logra reclamarles ¡Velen conmigo! La tristeza, el sufrimiento, el pecado nos llevan a habitar esos lugares obscuros donde, adormitados, no logramos salir de la soledad que nos aísla.
Siendo acompañados por Cristo
La encarnación maravillosa se expresa poéticamente en la célebre frase de Terencio: “nada de lo humano me resulta extraño”, encontramos a Dios en Cristo, vistiéndose de fragilidad y conociendo la soledad, compartiendo nuestro ser, nuestro hacer y nuestro padecer, ese temor, confusión e inseguridad que desembocan en una soledad, sumado a esa sensación de lejanía, esa inevitable orfandad cósmica es, de alguna manera, la que experimenta Jesús, pero todo esto no es solo para demostrar a la humanidad su capacidad de encarnación y sufrimiento, va más allá, hasta el acto de libertad y nueva vida,
En esta nueva vida se reorientan nuestra mente y espíritu, ahora vemos al Padre que ha venido a nosotros en Cristo, y damos un paso hacia él, y sí, la soledad sigue estando presente en nuestra humanidad, pero, ya no es una soledad insoportable y pecadora, hemos sido rescatados de la esclavitud de la soledad que nos alejaba de Dios ya que, en el Getsemaní Cristo no dejó pasar la copa, sino que la bebió hasta el fondo del sufrimiento y la muerte.
Dios en Cristo se ha acercado a nuestra soledad entregando su vida, y solo basta nuestra fe para recibir su compañía, esta es la mejor forma de responder a sus palabras, a sus promesas, a sus correcciones, a su confianza y confidencia. Llegó hasta nosotros para que nos acerquemos a él, y solo así, superar toda distancia, diferencia e indiferencia para que, en la suprema compañía entre Jesús y los que hemos creído en él, seamos acercados al Padre como hijos.
¿Por qué te sientes solo? ¿es acaso tu pecado, tu sufrimiento, tus pensamientos, tu individualismo, tu depresión, tu ansiedad, tu economía, tu incredulidad lo que te llevan a esa profunda soledad? En nuestra soledad, en el momento de mayor intensidad de nuestra lucha, el socorro es oportuno, Jesús mismo está al lado nuestro, habiendo sufrido él mismo una soledad insoportable, no nos dejará solos, jamás iremos a él reclamando ¡¿por qué no velas conmigo?! Ya que él no dormirá por la tristeza. En esos momentos de soledad Jesús vela con nosotros.
Vengan a mí, esa es la invitación que confiesa el amor de Dios por nosotros en Cristo. Jesucristo, venció toda soledad para ser él, nuestra mejor compañía. Ven a él.
[1] La soledad se entiende como una distancia con relación al otro, un distanciamiento espacial o físico. Pero aquí la soledad se entiende como el aislamiento, una distancia existencial, de una desconexión con el otro o el Otro.
[2] O. Gonzalez de Cardedal. Jesucristo. Soledad y compañía. Madrid, 2012. En esta obra, el autor aborda los matices de la soledad. Introduce los conceptos de solitud, soledad y soledumbre. Y menciona los aspectos de la soledad como hecho y la soledad como problema consciente.
[3] Ibid., pp. 26.
[4] Sobre esto, un interesante escrito de J. A. Estrada. Las muertes de Dios. Ateismo y espiritualidad. Madrid, 2018. El primer capítulo aborda las muertes de Dios en la filosofía.