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Una tarde, cuando estaba enseñando en Perú, visité el Museo de la Nación. Piso tras piso de civilizaciones preincas se desplegaban mientras caminaba por rampas curvas de un nivel a otro. La riqueza me dejó atónita. Reconstrucciones de monumentos inmensos: caminos, puentes, templos, tumbas, arenas. Y artículos pequeños: tapices, joyas, herramientas y objetos domésticos ordinarios utilizados por los seres humanos hace miles de años. El oro se incorporaba a muchos de estos objetos de arte.
Lo que más me impactó fueron las vasijas de barro. Cientos de ellas estaban destinadas a ser vistas en vitrinas. Figuras de animales y humanos y diseños abstractos adornaban los cuerpos y mangos de las jarras de barro y otros utensilios. Me imaginé a los antiguos artesanos y artesanas que los diseñaron y moldearon. ¿Qué inspiraba a esos artistas populares? ¿Qué fantaseaban cuando decoraban sus cuencos y tazas?
Está claro que los alfareros estaban dotados de imaginación. Mientras deambulaba por los pasillos y miraba dentro de las vitrinas, alabé a Dios por haber formado a estas personas a su imagen y haberlas dotado de creatividad. Empleando sus mentes y dedos ágiles para dar forma a estas construcciones únicas, estos trabajadores enriquecieron el caleidoscopio del mundo de Dios y el mosaico de culturas dentro de él, para la gloria de Dios.
Sin embargo, cuando escudriñé las vasijas más de cerca descubrí algo más, algo inquietante. Lo que vi fue que algunas de las vasijas exaltaban la crueldad. Algunas hacían alarde de lujuria. Otras demostraban opresión y explotación. Me di cuenta de que los antiguos habitantes del Perú eran seres humanos como yo, creados a imagen y semejanza de Dios, pero también pecadores.
El mes pasado, me reuní con estudiantes de doctorado de siete países de Latinoamérica mientras trabajábamos para mejorar nuestras habilidades de escritura en un curso titulado “Escribir para Publicación”. Escribimos ilustraciones para dar vida a nuestras ideas abstractas y a nuestra teología. Trabajamos arduamente para estructurar nuestros pensamientos con el fin de aumentar la claridad y el impacto. También nos esforzamos por incluir la sencilla lección que aprendí en el Museo de la Nación: las personas son simultáneamente a imagen de Dios y también pecadoras. Ambas dimensiones de su vida deben ser tomadas en serio.
Esto es cierto para nuestros lectores, oyentes y espectadores. No podemos ignorar sus pecados. Tampoco podemos ignorar las bellezas y fortalezas de su forma de vida, como el amor familiar, el respeto a los mayores, la originalidad musical, la habilidad culinaria, las celebraciones, la empatía con el sufrimiento, la espiritualidad o el humor.
Debemos pensar en Jesús. El encarnarse en un contexto cultural específico, nos mostró cómo podemos relacionarnos con la cultura de manera integral. Él vino a este mundo para morir por los pecadores. Sin embargo, honró la cultura en la que vivió. Comía la comida, trabajaba en un oficio básico y hablaba con la gente de una manera ordinaria. Después de todo, este era el mundo de su Padre, y cuando Dios lo creó, vió que era “bueno”.
Cuando Dios hizo a las personas a su imagen, nos dotó de creatividad y nos puso en un mundo de posibilidades. Desarrollamos diversos patrones culturales: cocinas, arreglos familiares, técnicas agrícolas, intercambios económicos, agrupaciones comunitarias, gobiernos, estrategias de resolución de conflictos, juegos, música y filosofías. Más tarde, cuando Dios le dio la Ley a Moisés, Dios bendijo áreas culturales como la familia, el estado, el trabajo, la adoración, las artes, la educación e incluso las fiestas. Dios prestó atención a las leyes que preservaban una ecología equilibrada, ordenaban las relaciones sociales, proporcionaban saneamiento y protegían los derechos de los débiles, los ciegos, los sordos, las viudas, los huérfanos, los extranjeros, los pobres y los deudores.
Siglos más tarde, el apóstol Pablo estaría de acuerdo en que los poderes que dan orden a nuestras vidas -el gobierno, la educación, los medios de comunicación, la religión, los deportes, el arte, la familia- son dones de Dios. Escribió, “En él (Cristo) fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él” (Colosenses 1:16).
Trágicamente, los seres humanos a menudo retorcemos y deformamos estos buenos dones para convertirlos en ídolos. Les prestamos demasiada atención. Comenzamos a usarlos para elevarnos a nosotros mismos y oprimir a los demás. Entonces es el momento de confrontar a las instituciones poderosas y luchar contra ellas (Efesios 6:12). Por supuesto, la mayor confrontación fue la resurrección cuando Jesús murió para derrotar a los poderes y marcar el comienzo de un nuevo tipo de poder, “despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15 RV60). Las potestades en estos versículos se refieren a entidades espirituales y al mismo tiempo a instituciones culturales que se convierten en ídolos de facto.
Las doctrinas son importantes y merecen atención y énfasis. Sin embargo, los teólogos y pensadores cristianos serios no deben enredarse tanto en las ideas hasta el punto de olvidar que las personas de nuestra audiencia tienen cuerpos, emociones y comunidades. No debemos pasar por alto esas partes de la vida al abordar las cuestiones teológicas y éticas. No basta con prestar atención a las personas solo para confrontar sus pecados. También debemos alabar a Dios por las fortalezas y bellezas de la forma de vida de nuestros lectores, como hice yo entre las antiguas vasijas del Museo de la Nación.