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La información inapropiada en la prensa diaria ha constituido una preocupación universal durante los últimos dos siglos, en especial entre los pensadores y los grandes hombres de empresa.
Pero ese asunto hoy se ha vuelto mucho más común y complejo. A la prensa diaria ya de por sí humanamente alicaída en muchos centros urbanos le han sido añadidos esos más recientes sistemas informáticos digitales que se han sobreimpuesto en casi todas partes y por motivos más económicos y tecnológicos que de redacción o exactitud de enfoque.
Somos los testigos de una genuina revolución informática pero por primera vez de talla simultáneamente planetaria.
Sin embargo, ¿por qué habríamos de preocuparnos tanto por esta preponderancia de las técnicas de la información tan súbitas e inesperadas, y desde hace tan solo medio siglo?
En este sentido tan particular, nuestros contemporáneos profesionales de las tecnologías de la información, y ya no así los periodistas consagrados al estilo de un Pulitzer o de un Hearst de antaño, se nos han vuelto obligadamente la clave para todo posible intento de ponernos al día.
Todo esto a su turno ha corrido paralelo a otras recientes revoluciones tecnológicas aceleradas que han hecho su acto de presencia mundial bajo el nombre mercadológico de “Redes Sociales”.
Estos eventos sin precedentes entrañan radicales cambios colaterales en la moral pública, en las religiones y hasta entre las más trascendentales normas éticas de la vida íntima de cada cual.
En otras palabras, en medio siglo nos hemos visto envueltos a penas sin caer en la cuenta en una genuina revolución de valores y prácticas como quizás nunca antes en la historia de los humanos, tal vez ni siquiera tras la invención de la agricultura, o del avance del lenguaje escrito, o aun de las mismas ciudades, o de otros momentos tan revolucionarios de la vida en sociedad o del desarrollo de la industria.
Por lo tanto, no creo que podamos encontrar cambios paralelos algunos semejantes a esa aceleración que ahora sufrimos en materia de información salvo por esa otra revolución de índole moral que significó de hecho el cristianismo para toda la humanidad hace dos mil años.
A todo ello añadamos esas masas de meros consumidores de noticias que nos hemos tornado así crecientemente más automáticos y más superficiales en nuestra comprensión de lo que de veras nos debería importar.
Y aquí quisiera añadir aunque sea precipitadamente en exceso el tema de la inteligencia que hasta ahora nos ha parecido ser muy común.
Mucho hemos progresado especialmente en este respecto. El conocimiento acumulado ya nos resulta inmensurable. Pero solo quiero aquí rozar un aspecto significativo sobre lo que habitualmente ponderamos como de mucha importancia: el pensar a largo plazo.
Por “largo plazo” entiendo todas las consecuencias por años o por décadas de un instante o de un momento cualquiera sujeto a nuestra voluntad. Pues en realidad solo aprendemos a reconocer lo trascendente para nosotros, de cualquier cosa que hacemos o decidimos, con el paso de los años.
A mí siempre me ha sorprendido el comprobar una y otra vez la enorme importancia para nuestras vidas individuales que suponen ciertos momentos que al principio habríamos captado como uno de tantos incidentes de la escasa relevancia de todo diario vivir.
Y, no menos, la agudeza de los intelectos que los captan en todas sus dimensiones, y en muy corto tiempo.
Sea entre parientes, amigos, adversarios, competidores o aun hacia personajes por los que espontáneamente abrigamos muy poca simpatía, y que me han sorprendido tantas veces por la agudeza mental con lo que distinguen lo más trascendente de lo que lo es menos.
He llegado en mi ocaso a la conclusión de que hasta esos han sido de veras los momentos relativamente más estelares en las vidas de cada uno de nosotros.
Tengo asimismo la impresión de que las más altas autoridades en el campo de la educación tampoco suelen caer en la cuenta de lo esencial que para todos resulta que nuestros jóvenes aprendan a conducirse y a tomar decisiones con vistas a un largo plazo.
Para mí hoy en día esto implica el elemento de más peso en la educación de todos y de cada uno.
La virtud del ahorro, por ejemplo, la supongo depender intrínsecamente de nuestra capacidad de valorar ese paso del tiempo. Francamente también creo que en esto reside el fallo más importante de la educación de nuestros días.
De ahí la probabilidad de que todo pueblo o nación sufra a largo plazo las autoridades que se han merecido.
Por eso, para un buen curso sobre la importancia del ahorro a nivel individual escogería a los maestros más avezados y a los adultos más industriosos en sus respectivos ramos de aprendizaje.
Porque a quien no se le haya enseñado a ahorrar en su consumo diario, o en sus ratos de ocio, o de trabajo, tampoco podremos esperar que haya aprendido a tener éxito en nada.
De todo esto, concluyo, que también sobre el uso de las redes sociales hemos de educar sobriamente a nuestros jóvenes en el hogar, en la escuela o en la vida de trabajo, sobre sus posibles consecuencias al largo plazo.
Y todo ello, para colmo, en medio de tantos simplismos contemporáneos, producto a su turno de tanta ignorancia masificada. Pues si bien es cierto que hoy somos muchos más los seres humanos que hemos sido alfabetizados no menos constatablemente cierto que las corrientes masivas de opinión organizadas digitalmente por interesados en dominar política y económicamente al resto de nuestros congéneres se nos ha vuelto enormemente simplificadoras y peligrosamente al parecer muy comprensibles.
Ya apenas nos quedan parámetros del pasado que nos sean universalmente aplicables. Y así, nuestra Babel de hoy nos resulta más genuina que la de cualquiera otra de ayer.
Y el desasosiego correspondiente se refleja muy desalentadoramente en los índices máximos de suicidios entre los menores de veinticinco años de edad, ilustrativamente en los Estados Unidos de América, pero también en Japón, en Corea, en China o en la Europa que fuera un día de nuestros ancestros.
Solo en el África y en el mundo islámico podemos todavía tropezar con aquellos fenómenos sociales tan recurrentes en nuestro mundo que fuera de anteayer.
Food for thought.
La espiritualidad cristiana, definitivamente, tiene que ver con la totalidad de la vida, es decir, se lleva a cabo y se ejercita en lo individual y en lo comunitario, en la soledad y en lo social. También es cierto que esta tiene un fin: acercarnos más a Dios y a nuestro prójimo. ¿Cuáles son aquellas prácticas que nos ayudan a ser mejores discípulos del Señor? ¿Qué es, realmente, la “espiritualidad cristiana”? ¿Hemos olvidado ejercicios espirituales valiosos? Te invitamos a unirte a esta nueva conversación.
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