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Todo es ética

¿Por qué se ha generalizado en el consciente colectivo de que la ética ya no juega un papel tan relevante en nuestras sociedades? ¿A qué se debe que la demoscopia de los nuevos medios de comunicación social no esté fundamentada en una moral que les permita transmitir principios o virtudes para el buen vivir? ¿Cuándo comenzó a proliferar la idea de que la “política” es una actividad moralmente sospechosa? ¿Por qué el relativismo filosófico o cultural ha ganado fuerza e impacto en los últimos años?

Pareciera que la respuesta más sencilla a estas interrogantes es que se nos ha olvidado que al final del día todo es ética.

Sin embargo, a la premisa anteriormente enunciada, hay que sumarle la ausencia de padres responsables en transmitir principios y valores a sus hijos, la pobreza de la educación ciudadana en los círculos escolares y universitarios, la venalidad o superficialidad de los gobernantes, la decadencia de las instituciones que han definido la moral prudencial de Occidente, la necesidad que evidencia una buena parte de la sociedad de déspotas “ilustrados” que los guíe, la desidia creciente al cultivo constante del espíritu y del intelecto humano y, por supuesto, la apatía a las normas éticas que guían nuestra conducta y, no menos, nuestras relaciones interpersonales.

Sin menoscabo de tantos aportes selectos a la temática que nos convoca, quisiera ratificar aquí la importancia de la dimensión ética o normativa en la vida de los seres humanos en sociedad.

Por supuesto, este tema, reitero, se podría abordar históricamente desde la “Ética a Nicómaco” de Aristóteles, o desde el supuesto muy kantiano de la autonomía de la voluntad individual, o dentro del marco de una ética material de los valores, como lo sugiriera Max Scheler, inclusive a partir de un marco jurídico más que meramente fenoménico, natural, consuetudinario o positivo. Es más, confieso que me encantaría tratar el tema de la ética desde el concepto de la evolución histórica de los órdenes sociales espontáneos que nos ha llegado de la escuela de pensamiento escocesa del siglo XVIII y de su ulterior elaboración por los alemanes de la primera mitad del siglo XIX.

Sin embargo, en ésta oportunidad abordaré el concepto de ética desde una cosmovisión fundamentalmente judeocristiana.

Y de tal manera, la ética ha sido definida como la “teología en acción”; es decir, la aplicación de la doctrina a la vida práctica. Por ello, para hablar de ética cristiana, es necesario remitirnos a ciertas premisas esenciales.

En primer lugar, la ética cristiana está íntimamente relacionada con el concepto de la verdad, “y el origen de la verdad es el Dios Creador y Juez del universo, quién ha revelado Su carácter y Su mente a través de Su Palabra, la creación y la conciencia del hombre. De modo que los principios de ética cristiana no provienen del razonamiento humano ni de la cultura del momento, sino de la Revelación de Dios dada al hombre.” (Miguel Núñez, Ética cristiana, 2020).

En segundo lugar, “la ética cristiana asume la validez del Decálogo. Esta suposición es inferida tanto de la santidad de Dios como de las relaciones estrechas entre el judaísmo y el evangelio cristiano.”[1] De esto se concluye, según este mismo autor:

Que las demandas de Dios eran justas y correctas; que Dios busca en todas partes una respuesta de sus criaturas; que Jesucristo vino a cumplir la ley, no solamente al guardarla él mismo, sino al revelar el amor que debe servir de fundamento para el comportamiento verdaderamente ético, y al proveer la dinámica por la cual la persona cristiana puede vivir éticamente. Las declaraciones del Señor simplifican los requisitos del Decálogo (al reducir los mandamientos a dos: amar a Dios con todo el corazón, y amar sacrificialmente al prójimo), e internalizan muchos de sus requisitos. Esta última tendencia se observa con más claridad en el Sermón del Monte, en el que los pecados visibles se pusieron dentro de la esfera de la intención de la vida interior.[2]

En tercer lugar, como lo sugiere Albert M’callin, “El conocimiento de la obligación moral es dado por la morada del Espíritu Santo de Dios. El Espíritu Santo no solamente da la iluminación para saber lo que es bueno, verdadero y bello, sino también el deseo y el poder de ir tras ellos.”[3]

Finalmente, quisiera reiterarles estimados lectores que la máxima “virtud” ética del Nuevo Testamento es el amor (Juan 13:1; 1Co 13:13; Col 3: 14; 1Pe 4:8; 1Jn 4:10–21). Para Nijay K. Gupta:

El carácter y la naturaleza del amor como categoría moral se definen particularmente por la forma en que Dios el Padre ha amado al mundo y ha mostrado su disposición a sacrificar lo que era más preciado para Él: su Hijo amado (Juan 3:16; Ro 8:32). La actitud y acción suprema de Jesús mismo es la expresión ideal del amor abnegado. Sobrellevó la vergüenza y el horror de la cruz para traer sanidad y restauración al mundo (Gálatas 2:20; Efesios 5:2).[4]

Ante la importancia de esta temática es necesario reflexionar que “el cristianismo, más que ninguna otra religión o filosofía, se dirige directamente al corazón y sitúa allí la moralidad. De acuerdo con la enseñanza bíblica, la observancia de reglas no hace moral a la persona; a menos que las cumpla por la razón correcta, con la actitud correcta y con la participación activa del sentido moral personal. La sustancia de la razón y actitud correctas es el amor.[5]

Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios. M


[1] Harold B. Kuhn, “Ética Cristiana”, Diccionario Teológico Beacon, ed. Richard S. Taylor (Lenexa, KS: Casa Nazarena de Publicaciones, 2009), 275.

[2] Harold B. Kuhn, “Ética Cristiana”, Diccionario Teológico Beacon, 275-76.

[3] Albert Victor M’callin, “Ética”, Diccionario de Teología, Everett F. Harrison, Geoffrey W. Bromiley, y Carl F. H. Henry eds  (Grand Rapids: Libros Desafío, 2006), 239.

[4] Nijay K. Gupta, “Ética Cristiana”, Diccionario Bíblico Lexham, ed. John D. Barry y Lazarus Wentz (Bellingham: Lexham Press, 2014).

[5] Richard S. Taylor, “Moralidad”, Diccionario Teológico Beacon (Lenexa: Casa Nazarena de Publicaciones, 2009), 449.

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