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Mujer, madre y sierva

María: mujer, madre y sierva de Dios en perspectiva cristiana

Actualmente, tanto el concepto «mujer» (guné), en contraposición al varón[1] e indistintamente si es niña o adulta, como «madre» (meter) están siendo distorsionados, atacados y minimizados. Lo anterior se refleja en que ser mujer, según categorías actuales, corresponde a un condicionamiento social y ser madre a una imposición social. No obstante, estas ideas no pueden estar más lejos de la realidad. Considerando que cada generación de cristianos debe responder a sus propios desafíos, el artículo tiene la intención de resaltar la naturaleza del hecho de ser mujer, madre y la elección de ser sierva de Dios desde una perspectiva cristiana. María, la madre de Jesús, y la narrativa evangélica nos ayudará a reflexionar sobre esto.

Una lectura canónica sobre ser mujer y madre 

En este escrito se asume la lectura canónica de Gn 1:26-28, la cual narra la voluntad divina sobre la creación del hombre y la mujer: «Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza […]; varón y hembra los creó…» (RV60). Desde ese primer momento, el Señor creó a la mujer con todas sus facultades biológicas, afectivas, cognitivas y espirituales. Igualmente, en la creación Dios da al cuerpo de la mujer la capacidad para que su vientre albergue la vida (parte vital del proceso de procreación), haciéndola madre en potencia junto con el hombre. Esta potencialidad maternal hace a la mujer preservadora y proveedora de las siguientes generaciones.

Lamentablemente, y a pesar de la voluntad divina de dignificarnos como hombre o mujer, la sociedad no ha seguido siempre este camino. En sociedades antiguas y presentes la mujer y la maternidad han sido vistas con desdén; mientras que en otras se tenía un alto ideal de la feminidad (por ejemplo, los áticos) o las madres eran de alta consideración junto con el culto a las deidades madres (por ejemplo, el estoicismo).[2] Actualmente, la lucha ideológica de género ha provocado un exacerbado feminismo o un inhumano trato hacia la mujer, queriendo verla como un hombre. Los términos de diferenciación entre hombre y mujer han sufrido expropiación de su contenido por parte de aquellos que, por diversas razones, no aceptan la constitución que les fue dada por Dios.

La experiencia de María como mujer, madre y sierva de Dios 

Como cristianos encontramos en la Biblia que muchas mujeres gestaron hijos que fueron usados extraordinariamente por Dios. María fue una de ellas. Esta mujer fue elegida e invitada por el Señor a ser parte del plan divino, llamada a una misión especial: llevar en su vientre al Hijo de Dios (cf. Lc 1:32). «Entonces el ángel le dijo: María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS» (Lc 1:30-31 RV60), narra Lucas el evangelista. Sin embargo, el texto sagrado no se limita en presentar a María solo como la mujer de la cual nacería el Salvador, sino que nos ofrece diversas facetas de ella.

Se nos habla de una mujer que acepta consciente y plenamente la invitación de Dios en su plan (cf. Lc 1:38), que junto con Elisabet reconocen y cantan llenas del Espíritu Santo las maravillas de Dios (Lc 1:39-55). Como madre, reflejada en la genealogía y nacimiento (Mt 1:16, 18-25), está cumpliendo la ley presentando al niño e instruyéndole en las celebraciones del pueblo (implícitamente también está involucrada en el crecimiento del niño: «Y el niño crecía y se fortalecía…» [Lc 2:40]). De igual manera, el texto dibuja en ella alegrías y preocupaciones como toda madre, por ejemplo, cuando recibe el anuncio del ángel, en la visita de los pastores y magos en el nacimiento (Lc 2:8-20; Mt 2:1-12) y ante la profecía de Simeón y la celebración de Ana por el nacimiento del Mesías (Lc 2:21-38). Por último, y no menos importante, María es una discípula que cree y permanece fiel hasta lo último del ministerio de su hijo, al pie de la cruz (Jn 19:25-27).

El protagonismo de María no es por sus menciones en el relato bíblico, sino por su labor materna y fidelidad incondicional. Ella optó por la obediencia, sobrepuso a su mismo estatus social y riesgos de vida el sometimiento al Señor. Esta joven sabía que el Dios de sus antepasados era fiel y aceptó su misión como sierva del Dios Altísimo al criar e instruir a su hijo en las costumbres y leyes de su nación. María mostró tenacidad, convicción y entereza ante Dios, su familia y su sociedad. Su lucha no fue aferrarse a su hijo, sino saber que él debía cumplir su misión, ser entregado para salvación de su pueblo, tal como lo dijo Simeón. María viene a ser un arquetipo de cómo entender el designio divino para sí como mujer y madre, pero también para el fruto de su vientre. Dejó que Dios cumpliera en ella su promesa, pero también que su plan de redención a la nación se llevara a cabo por la misión divina de Jesús (Lc 1:55).

Reconociendo que la obediencia hasta lo sumo es lo esencial, Jesús enseñó lo siguiente cuando alguien en la multitud elogió el vientre de María: «Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan (practican)» (Lc 11:27-28 RV60). Jesús vivió dicha obediencia hasta la muerte, muerte de cruz, y entregándose en manos de su Padre cumplió su misión: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró (Lc 23:46 RV60). Ser siervos obedientes de Dios fue y sigue siendo el desafío de todo hombre, mujer, madre o padre: «He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra.» (Lc 1:38).


[1] A. Oepke, “guné”, Compendio del Nuevo Testamento (Grand Rapids: CLIE, 2003), 136.

[2] W. Michaelis, “meter”, Compendio del Nuevo Testamento, 580.

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