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«Estrictamente hablando, un sistema de ética que no haga de la muerte su problema central no tiene valor y carece de profundidad y seriedad».[1]
Nikolai Berdyaev
Celebramos en estas fechas la Semana Santa, el recordatorio anual de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesús. Usualmente, en todas las iglesias se celebran cultos especiales en donde se reflexiona acerca de aquel evento ocurrido hace casi dos mil años, donde el Hijo de Dios padeció y murió colgado en un madero. No obstante, me parece que la gran mayoría de las congregaciones se quedan precisamente ahí, en la pasión y muerte de nuestro Señor Jesús. Pero no hay que olvidar que la Cuaresma es preparación para celebrar aquel evento glorioso que transforma todo: la resurrección.
Pecado, muerte y esperanza
Quizás debido a nuestra soteriología que solo se ha enfocado en responder cómo ser declarados justos ante Dios[2] o por nuestra antropología muchas veces dualista en extremo, hemos olvidado que la obra salvadora de Jesús no quedó en el madero. Son clásicas las palabras de Pablo: «… y si Cristo no ha resucitado, entonces toda nuestra predicación es inútil…” (1 Co 15:14 NTV). Sin embargo, su implicación, tristemente, aún no hace eco en nuestra fe y liturgia. De acuerdo con lo que puedo observar, en muchas iglesias este pasaje bien podría ser leído de esta forma: «Y si Cristo no hubiera resucitado, entonces toda nuestra predicación no sería del todo inútil». Pero no. Para el Apóstol la resurrección de Cristo era central.
¿Y por qué es tan importante que Jesús se haya levantado de entre los muertos? ¿Acaso su resurrección solo sirvió para declarar que Jesús era Dios y que la muerte no tenía poder sobre él? Estas explicaciones quedan cortas. Primeramente, el pecado y la muerte no son dos cosas inconexas, sino que van de la mano. Cuando Adán y Eva decidieron «ser como Dios», y con ello distinguir el bien y el mal (¿ser conscientes de su existencia también?), Dios los castigó con la muerte. Su existencia y conciencia estarían limitadas. Y desde ese momento la especie humana ha estado conviviendo con ambas: el pecado (¿producto de nuestra consciencia?) y la muerte.
Timothy Keller, reescribiendo ideas de Søren Kierkegaard, define el pecado de la siguiente manera: «El pecado es negarse con desesperanza a encontrar una identidad personal más profunda en el servicio y en la relación con Dios. El pecado es tratar de llegar a ser uno mismo buscando una identidad propia apartados de Él».[3] El origen del pecado es encontrar nuestra identidad, nuestro «ser», fuera de Dios. ¿Y por qué deseamos con ansias capturar ese «ser»? La muerte nos angustia. La muerte amenaza y constantemente acecha nuestros días más bellos, nuestros logros más grandes y nuestras noches más oscuras, recordándonos que cuando ella venga aquello que «éramos» dejará de «ser». Es decir, nos amenaza con «no-ser». Aunque creemos en Dios, sabemos que un día la muerte nos llegará y tendremos que cruzar ese río con fe, pero sin certeza absoluta porque «nadie ha visto a Dios» (Jn 1:18). El pecado llevó a la muerte, y la angustia de la muerte nos lleva vez tras vez al pecado. El más allá nos llama en la finitud de la vida y nos lleva a encontrarnos en nosotros mismos y no en Dios (pecado). Cruzar el río nos aterra.
Pero no estamos solos. También Dios cruzó ese río, porque murió. Jesús, el Dios-hombre, experimentó nuestros sufrimientos, la angustia en el Getsemaní y el abandono de la Providencia en la «noche oscura del alma». Gritó y llamó al Padre sin recibir respuesta, y murió. N. T. Wright recuerda esto cuando dice que olvidamos muchas veces que los discípulos estaban aterrados y confundidos antes de la resurrección de Jesús. Ellos no estaban esperando que el Maestro se levantara de entre los muertos. Ellos vivían un momento catastrófico: ¡el Dios-hombre había muerto![4] Ninguno soñó con la idea de un Jesús resucitado, no estaba en sus expectativas. De hecho, no le creyeron a María Magdalena cuando les anunció que Jesús estaba vivo.
Es curioso que muchos cristianos se parecen a los discípulos «prerresurrección». Por ejemplo, cuando muere un familiar es común escuchar: «Está en un mejor lugar» o «Nos reuniremos en el “más allá”». Los cristianos, al igual que los mayas, los egipcios y muchas otras culturas y religiones, se suelen consolar en esos momentos con la idea del «más allá». Pero la predicación cristiana va más allá del «más allá»: habla de resurrección. Los griegos no tenían problema en creer en la inmortalidad del alma, pero cuando Pablo les habló de la resurrección se burlaron de él (Hch 17:32). El resto de su mensaje no era problemático, pero la resurrección sí. Esto era un sinsentido, ya que, según ellos, el alma va al otro mundo y el cuerpo se queda, se pudre… se acaba.
¡Jesús resucitó!
Las Iglesias ortodoxas comienzan a celebrar Pascua de Resurrección el sábado a las 11:30 p. m. La iglesia está oscura y en total silencio. Justo a media noche se enciende una luz, todos los miembros encienden sus candelas y salen a dar tres vueltas a la iglesia, representando los tres días que Jesús pasó en la tumba. Cuando regresan se abren las puertas y… ¡hay luz por todas partes! ¡Todo rincón está iluminado! ¡Hay luz, hay esperanza![5]
Jesús ha triunfado. Él ha vencido a la muerte y, por lo tanto, esta ya no tiene poder sobre nosotros tampoco. Es por eso que podemos decir confiadamente que nuestro hermano «duerme» y que un día resucitará así como Jesús. ¡Sí, su cuerpo físico resucitará! La angustia existencial que se nos presenta ante la idea de la muerte ha perdido poder. El pecado no reina más. Jesús ha vencido a ambos: al pecado (nos ha declarado justos ante Dios) y a la muerte (ha muerto, resucitado y nos ha prometido esa misma resurrección corpórea a los que creemos en él).
Ahora podemos decir con el apóstol Pablo que el último enemigo que será destruido será la muerte (1 Co 15:26). Podemos, desafiantes, decirle: «Oh muerte, ¿dónde está tu victoria?» (15:55). El tirano ya no puede usar su arma maestra y amenazarnos con terminar nuestra vida o existencia. La incertidumbre de un virus no tiene la última palabra en mi vida. El miedo a «no-ser» pierde todo poder. La trascendencia es una realidad. ¡Hay resurrección… y por eso hay vida!
[1] Nikolai Berdyaev, citado en Steven Kostoff, “Understanding Death… and the Resurrection”, 29 de julio de 2016, https://www.oca.org/reflections/fr.-steven-kostoff/understanding-death…-and-the-resurrection (9 de abril del 2020).
[2] Esta soteriología hunde sus raíces en la teología de Anselmo de Canterbury. En esta se entiende la salvación, básicamente, como la expiación del pecado por parte del Cristo que era justo y Dios a la vez.
[3] Timothy Keller, ¿Es razonable creer en Dios?: Convicción, en tiempos de escepticismo (Nashville: B&H Publishing Group, 2017), 181.
[4] N. T. Wright, “What Are the Implications for the Belief in the Resurrection of Jesus?, 8 de abril del 2020, https://www.facebook.com/OfficialNTWright/videos/529720977730168 (9 de abril del 2020).
[5] Susan Olp, “Celebrating Easter looks different for Eastern Orthodox, Catholic and Protestant churches”, 16 de abril de 2017, https://billingsgazette.com/news/local/celebrating-easter-looks-different-for-eastern-orthodox-catholic-and-protestant/article_367482c7-49b8-5d22-aad4-4e49a6631fdb.html (9 de abril del 2020)
La espiritualidad cristiana, definitivamente, tiene que ver con la totalidad de la vida, es decir, se lleva a cabo y se ejercita en lo individual y en lo comunitario, en la soledad y en lo social. También es cierto que esta tiene un fin: acercarnos más a Dios y a nuestro prójimo. ¿Cuáles son aquellas prácticas que nos ayudan a ser mejores discípulos del Señor? ¿Qué es, realmente, la “espiritualidad cristiana”? ¿Hemos olvidado ejercicios espirituales valiosos? Te invitamos a unirte a esta nueva conversación.
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