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Vimos que con la creación y caída el escenario divino entró en desorden y los actores, desde entonces, no saben cómo interpretar el guion. Perdieron de vista el propósito de ser criaturas y han jugado a ser dioses. ¡Acción!
El amor se alejó, pero no se extinguió
El pecado no solo trajo desorden por aquí y por allá, no solo causó una ligera confusión. El pecado separó a la criatura de su creador; la rebelión complicó toda la obra. En un mundo bueno (ético y estético) entró la maldad y la mentira. En un mundo bueno entró la muerte y la desgracia. En un mundo bueno entró la soledad y la desconfianza. En este mundo distorsionado, ¿hay lugar para el amor? Y si hay lugar para él, ¿podrá triunfar?, ¿podrá iluminar o corregir el drama divino?
Dios, en su propósito y sabiduría, asume, por así decirlo, el riesgo de crear al ser humano como un agente libre. El acto creador de Dios es un acto libre. Dios es amor y libertad, por lo tanto, al crear al ser humano lo decide crear con estas características que no solo permiten decisión y acción, sino que dan paso al amor. El amor se da, como bien sabemos, en libertad. Esto revela una verdad infinita: la esencia de Dios y su creación es el amor libre. Fuimos creados por amor, fuimos creados para amar y fuimos creados para ser amados.
Dios se ama a sí mismo, no como un acto egocéntrico, sino como un acto justo. Nadie es más digno de amor que él. De hecho, la Trinidad es una relación de íntimo amor, respeto y gloria. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo aman, se acercan y se glorifican en su creación, al mismo tiempo que la creación es glorificada por ellos. Sin embargo, el pecado irrumpe en esta relación de amor, libertad y gloria, y el ser humano se ve atrapado volitivamente en un marco de pecado.
El Antiguo Testamento da testimonio no solo de la creación, también habla del hombre, de su pecado, de su rechazo a Dios y de los múltiples intentos fallidos de seguirle. Pero también da testimonio del continuo acercamiento de Dios, de su perdón y de su paciencia, la cual pasa por alto muchas cosas que van en contra de su santa voluntad.
Ahí está la creación gloriosa de Dios, la corona de la creación: el hombre y la mujer. Se alejan de su creador, se vacían en falsos dioses y se destruyen entre ellos como si fueran enemigos o desconocidos. Pero siempre hay luces o intentos que no quedan en el olvido.
La entrada en escena del Logos
El Padre decide entregar a su Hijo mediante un acto poderoso llevado a cabo por el Espíritu Santo. Al estilo de los superhéroes de la pantalla grande, entra en el tiempo preciso, con la solución al problema y con el poder que se espera para derrotar al mal. No intenta verse como intocable, más bien se entrega a la muerte como acto paradójico: para triunfar y reinar, tiene que morir como derrotado.
La kenosis como obra de amor
Aquí vemos a Dios encarnado, dispuesto a ser, como diría Moltmann, «Dios crucificado». La encarnación es el despojo de sí mismo, el vaciamiento; se trata del acercamiento divino al ser humano como ser humano, con todas sus dimensiones e implicaciones. En su libertad, Dios crea; en su libertad, Dios se encarna. No hay nada que haga por obligación. Así como creó por amor, así también se encarna por amor, muere por amor y en su resurrección promete por y en amor que quien viene a él no le echará fuera.
Este despojo es un misterio, ya que se trata del despojo de las insignias de majestad (A. T. Robertson) y de la aceptación libre y amorosa de la más cruel humillación. Aquí está el ejemplo máximo de amor.
Haya, pues, en vosotros esta actitud que hubo también en Cristo Jesús, el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres.Y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Fil 2:5-11 LBLA).
Para muchos filósofos y escépticos aquí está el problema: ¿encarnarse para morir? ¡Qué contradicción! ¡Mísera esperanza! Sin embargo, el Dios encarnado, Jesús, no solo entra en contacto con la humanidad sufriente de forma especial, sino que al mismo tiempo sufre, experimenta en su ser la realidad del dolor, creando (noten, otra vez, el acto creativo y libre) una comunión e identificación sin comparación. En tal escenario la humanidad se pregunta: «¿Dónde estás, Dios?», y, en Jesucristo, Dios responde: «Heme aquí, hijo».
Dios, por medio de Jesucristo, no solo extiende la mano hacia la humanidad que se encuentra en el fango del sufrimiento, él mismo se mete en dicho fango y desde ahí provee la solución. En otras palabras, Dios no libra a la humanidad del sufrimiento; Dios libra en el sufrimiento y así lo derrota. «Dios quebrantó el poder de la muerte en la persona de Jesucristo» (J. Moltmann).
Cristo en la cruz,
Dios que agoniza y suplica.
El cielo se nubla…
¡Consumado es!… tetelestai…
¿La muerte venció?
Se rasga el telón.
La espiritualidad cristiana, definitivamente, tiene que ver con la totalidad de la vida, es decir, se lleva a cabo y se ejercita en lo individual y en lo comunitario, en la soledad y en lo social. También es cierto que esta tiene un fin: acercarnos más a Dios y a nuestro prójimo. ¿Cuáles son aquellas prácticas que nos ayudan a ser mejores discípulos del Señor? ¿Qué es, realmente, la “espiritualidad cristiana”? ¿Hemos olvidado ejercicios espirituales valiosos? Te invitamos a unirte a esta nueva conversación.
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