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Hemos caído en otro momento llano o, lo que es lo mismo, de otra angustiosa incertidumbre. Casi todos los observadores internacionales de mi conocimiento parecen con miedo afrontar un cúmulo de tantas inquietudes a un mismo tiempo. Por supuesto, cada uno de los demás entre los ciudadanos de a pie también.
Es como esperar una solución definitiva a lo que no la tiene o casi como un choque cósmico entre planetas. No es la paz que precisamente anhelaríamos. Y, en el entretanto, continuaremos especulando en torno a otro final muy incierto sobre la famosa pandemia que tanto nos ha sacudido.
Pero no es eso todo. También se pondera, aunque poco se haga al respecto, sobre una posible solución al enredo cáustico entre Ucrania y la OTAN. Lo mismo digamos respecto de esa permanente amenaza de la China roja en contra de la admirable Taiwán; aunque fuera de maniobras aéreas muy provocativas, todavía no se haya atrevido a desatar un ataque muy violento en concreto. Otro tanto se diga acerca de las intermitentes y dispersas tensiones cuyos focos, por el momento, aún son Kazajistán, Israel, Birmania o hasta la misma multimillonaria y étnicamente tensa Nigeria.
Y todo a la sombra de la seriedad que nos imponen ahora los armamentos nucleares de una docena de potencias mundiales crispadas y divididas a su interno. Es decir, que nos hallamos a la merced de las vacilaciones de un puñado de dirigentes de otros pueblos con los cuales apenas ni siquiera tenemos relación de importancia alguna.
Y paralelo a todo ello, la preocupación por el indiscutible calentamiento global y de las desertificaciones que continúan inclementes sus mortales avances.
Y entre tantas incógnitas, ¿qué decir más en concreto de nuestra América? Chile, en suspenso. Colombia, Brasil y Costa Rica están a la espera de elecciones impredecibles. Cuba, Nicaragua, Venezuela y Bolivia, en cambio, ya bajo las sombras aplastantes de dictaduras pétreas al parecer interminables. Y encima de todo ello, los Estados Unidos heridos por el más mediocre de sus gobiernos en sus casi tres siglos de presencia histórica y revolucionaria a nivel global, aunque a la espera de un posible rescate tras las elecciones parciales para el poder legislativo el próximo mes de noviembre.
Incertidumbres por doquier, la realista apreciación de nuestro entorno global. Es decir, la entera civilización, esta vez a escala mundial, se encuentra en un inquietante y súbito compás de espera. Por eso, creo de lo más oportuno retornar a nuestras propias y modestas expectativas, por un principio elemental de lógica en nada inferior a la de los demás.
Muchísimo más hondo, quedo a la espera de un retorno mundial a la fe en Dios, esto es, a un absoluto desde el cual podamos medir lo relativo de nuestra moral y de nuestras decisiones. Pero ¿cuál Dios? ¿El que nos habla cada día muy en silencio? ¿O el muy estruendoso con cada tragedia global? Yo siempre me regreso al mismo con el que desde niño mis padres me familiarizaron: ese Dios absoluto del perdón, de la verdad, del amor, de la justicia y el de ese que nos ha ofrecido un plan bien en concreto frente al triste mundo del pecado.
También me contento con la actualidad de ese mismo ser supremo que nos pudiera servir de manera más sugerente, como aquel al que supo implorar William Butler Yeats en su Segunda venida en 1919 tras la hecatombe de la Primera Guerra Mundial. Es decir, el de un denuedo históricamente relevante aunque desde una misma cruz, misterio que se nos resolverá más allá de todo hic et nunc (aquí y ahora) de este mundo y del más allá de las estrellas visibles. El de un impasse cósmico mayor que aquel de un hipotético Big Bang. O no menos como de uno que prefirió presentársenos humildemente y otra vez en el marco de nuestras circunstancias siempre terrenas.
Aunque como el mismo, paradójicamente, de aquella Noche de paz que nos endulzara tan bellamente desde su intimidad Franz Xaver Gruber en plena catastrófica transvaluación de todo durante la era napoleónica.
Y, por lo tanto, nos queda otro mensaje oculto por descifrar, unas soluciones novedosas que promover y unos sacrificios de nuevo cuño que aceptar. Pues el tiempo se nos acaba y, con él, tantas otras oportunidades de soñar, de emprender, de arrepentirnos, de lograr, de entender, de solucionar o de llorar. Al fin y al cabo, en esto siempre ha consistido la red de la vida redimida de los hombres: una paradoja sin fin.
Y todo esto me viene a la mente durante mi calmada perplejidad, cuando parecería que a todo se le ha puesto un punto final muy negativo y, sin embargo, nos tropezamos de nuevo con otro comienzo.
No olvidemos que aquella Belle Époque, supuestamente para siempre, no duró más allá de medio siglo, así como aquella Pax Romana del emperador Trajano. Pues Militia est vita hominis super terram, nos definió hace ya muchos siglos el libro de Job. Tampoco olvidemos que no hay otra peor condena que la de estar sujetos a una constante incertidumbre en cuanto alternativa a las certezas de la fe.
Y por eso ahora he regresado al deleite de aquel bello poema de William Butler Yeats tras la carnicería de la Primera Guerra Mundial, y que según Butler Yeats, por supuesto, también entraña esperanzadora esa segunda venida del Mesías que predijo el apóstol Pablo a los tesalonicenses y de la que estoy absolutamente cierto. Esta es la actitud, sea dicho de paso, más apropiada para todo comienzo de año y la más humilde para todo aquel que se pretenda genio universal, ya sea en la ciencia, en la literatura o en el discernimiento de los procesos humanos.
Mis mejores deseos para todos en este comienzo de año.
La espiritualidad cristiana, definitivamente, tiene que ver con la totalidad de la vida, es decir, se lleva a cabo y se ejercita en lo individual y en lo comunitario, en la soledad y en lo social. También es cierto que esta tiene un fin: acercarnos más a Dios y a nuestro prójimo. ¿Cuáles son aquellas prácticas que nos ayudan a ser mejores discípulos del Señor? ¿Qué es, realmente, la “espiritualidad cristiana”? ¿Hemos olvidado ejercicios espirituales valiosos? Te invitamos a unirte a esta nueva conversación.
La espiritualidad cristiana, definitivamente, tiene que ver con la totalidad de la vida, es decir, se lleva a cabo y se ejercita en lo individual y en lo comunitario, en la soledad y en lo social. También es cierto que esta tiene un fin: acercarnos más a Dios y a nuestro prójimo. ¿Cuáles son aquellas prácticas que nos ayudan a ser mejores discípulos del Señor? ¿Qué es, realmente, la “espiritualidad cristiana”? ¿Hemos olvidado ejercicios espirituales valiosos? Te invitamos a unirte a esta nueva conversación.
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