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En el contexto de la encarnación, vida, crucifixión y resurrección de Jesucristo aparece como invitación a él en su venida y su obra, es un acto puro, la máxima representación joánica de las intenciones y motivaciones de Dios: “porque de tal manera amo Dios al mundo” Juan 3:16.
Jesús no solo entiende nuestra soledad, sino que, participa de ella, la sufre. Pascal pone en boca de Jesús lo que pudo haber dicho respecto a eso: “yo pensaba en ti en mi agonía; y he derramado determinadas gotas de sangre por ti”.[1]
¡Y no lo recibieron!
La venida de Cristo, y el planteamiento de sus intenciones mesiánicas y, por tanto, redentoras, no son bien recibidas por los suyos. En un primer contexto podemos hablar de que su pueblo, con los que decidió nacer como complimiento de la promesa dada, el pueblo de Israel, no le recibieron. Pero en realidad, Israel es una muestra, una representación de lo que el mundo no está dispuesto a recibir, a saber, un poder y orden ajeno al suyo.
Jesús es mal interpretado y acusado a causa de dicha incomprensión, pero también envidiado y odiado a causa del pecado reinante. Olegario González de Cardedal se pregunta:
¿La eliminación de Jesús fue legal dentro de la legislación judía vigente? Ante lo que hizo Jesús, visto desde fuera, ¿no era inevitable que lo considerasen una amenaza a la esencia y misión del judaísmo en cuanto revelación de Dios (rechazo judío), y una amenaza real a la paz romana en provincias (rechazo romano)?[2]
La pretensión de la obra de Dios en Cristo desborda las capacidades éticas, religiosas, históricas y proyectivas de la generación a la que llegó en dicho momento, lo que hace que le perciban como un extraño, un criminal, un fanático. Pero Cristo y el Padre son conscientes de las distancias existentes entre la misión que el Encarnado debe hacer y lo que los demás pueden percibir y recibir, por eso Juan enfatiza diciendo: “a lo suyo vino y los suyos no le recibieron” Jn 1:11.
El hecho de la Encarnación no fue un hecho de la naturaleza, sino divino, de la gracia, aun así, en medio de todo el misterio que podría rodear este hecho, existía una luz que hacía asequible, entendible y aceptable su misión, pero claro, para alejar todo este misterio y duda era necesario el amor. Pascal enciende la vela sobre esto y nos dice, acertadamente: “la verdad esta tan oscurecida en este tiempo y la mentira tan establecida que, a menos que se ame la verdad, no se podrá conocerla”.[3]
Comprendemos, entonces, que nuestra fe, es gracia de Dios y abre paso a nuestra libertad.
En compañía del crucificado
La victoria de Cristo en el Getsemaní y en la cruz, sobre la soledad y la muerte, muestran en la resurrección el realce total y el poder victorioso sobre los poderes de este mundo, los cuales, también nos desbordan y nos sobrepasan.
Si bien es cierto que, al llegar a nosotros, la dimensión de la obra de Cristo nos supera y nos desborda, también es cierto que, en realidad, no nos deja atrás. Lejos de eso, nos alcanza, nos acoge en gracia y en amor. Justo es ese amor que hace que la luz de su obra no nos ciegue, sino que nos muestre el camino, la verdad y la vida. Es en este “Yo Soy” donde Dios, por medio del Crucificado resucitado, nos permite amar y conocer la verdad que nos ha revelado.
Su “Yo Soy” es la realidad de sí mismo, expresada junto a las grandes realidades de la existencia humana, con las cuales, se identifica Jesús hacia nosotros: la luz, el pan, el agua, el camino, el pastor, la puerta, la vid, los sacramentos, la resurrección…[4], es decir, Jesús se identifica con ellas, dado que, se autocomprende (Yo Soy) como quien sacia las necesidades primordiales de la vida de todo ser humano. Para el filósofo Parménides: “donde hay ser también está el logos del Ser”,[5] entonces: en su vida y en su luz hemos sido creados los seres humanos; en su encarnación y en la historia ha venido a los suyos (a todo el mundo); en su muerte ha roto con toda barrera que nos separa del Padre; en su resurrección nos ha dado ese acceso al Padre y nos ha unido a Él, ha levantado su tienda y ha hecho morada en nosotros.
Nosotros los crucificados
“Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” Mateo 16:24.
La muerte que nos acecha, la soledad que nos atormenta, el pecado que nos carcome llegará a su fin en el golpe definitivo y final que les propinará la victoria de la muerte y resurrección. La realidad del Crucificado resucitado es una que nos impacta para que nuestro ser sea testigo de la verdad sobre su ser, es decir: “un hombre revelador y donador de Dios y, en cuanto tal, revelador del hombre”.[6]
Es una verdad que todo será transformado por la gracia, incluso nosotros mismos, por ello Juan nos recuerda que debemos morir para no quedar solos: “en verdad les digo que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto” Jn 12:24.
Es esa cruz que Cristo nos exige llevar, donde nos dejamos transformar y nos hacemos acompañar de Él en su Santo Espíritu. Pero no solo se queda en real compañía, sino en real amistad, real familiaridad (adoptados), real transformación, así como un día será real glorificación, por lo que esta compañía, más que solo aliviar los malestares que este mundo nos ocasiona (y que nosotros ocasionamos) tiene una intensión, profundidad y cualidad eterna, es decir, Dios siendo nuestro compañero eterno, nuestro amor eterno.
Si lo anterior no es consolación suficiente, inspiración profunda, ánimo esperanzador, no sé qué más pueda serlo.
Nuestra convicción hoy es la de Pablo, quien después de enlistar todas las dificultades que nos amenazan día a día (tribulación, hambre, desnudez, peligro de muerte, etc.), luego nos alienta con este himno, el cual es nuestro también:
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Tal como está escrito: «Por causa Tuya somos puestos a muerte todo el día; Somos considerados como ovejas para el matadero». Pero en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro. (Ro 8:35-39).
Oh, alma triste y fugaz,
que sola te sientes sin paz.
¿Hasta cuándo peregrinarás
sin guía y sin luz?
Ven a Cristo, alma mía, y verás,
tu sed saciará, tu alma ungirá.
En su compañía eterna te fundirá,
en un abrazo divino encontrarás.
El dolor se transformará,
en gozo y paz sin finalidad.
En sus brazos, descansarás,
y tu tristeza se desvanecerá.
Oh, alma errante y desolada,
encuentra en Él la morada.
La esperanza será tu guía,
y la oscuridad se desvanecerá con el día.
En cada paso, su amor te envolverá,
y en su luz eterna brillarás.
Oh, alma triste y fugaz,
en Cristo encontrarás la paz.[7]
[1] Blaise Pascal, Pensamientos (Madrid: Espasa, 1940), 553, 22 y 23.
[2] O. González de Cardedal, Jesucristo, soledad y compañía (Salamanca: Sígueme, 2016), 125.
[3] Pascal, Pensamientos, 864.
[4] González de Cardedal, Jesucristo, 128.
[5] Heráclito fue el primer filósofo griego, hasta donde se conoce, que emplea la palabra Logos.
[6] González de Cardedal, Jesucristo, 118.
[7] Poema del autor.