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La Navidad es un tiempo que nos invita a recordar el cumplimiento de la promesa divina: el nacimiento del Salvador. Sin embargo, también nos confronta con la realidad de un mundo que no le reconoció ni le recibió. Veamos las pancartas y las celebraciones que acompañan esta época, démonos cuenta de que tienen muy poco que ver con el significado de la natividad. Si bien el acontecimiento de la encarnación es histórico y marca un antes y un después en la historia del mundo, ¿cuánto marca este hecho nuestra vida de tal forma que podamos distinguir un antes y un después? ¿Este Mesías prometido que nace como un niño, ha sido recibido por nosotros?
A través del contraste entre César Augusto y Jesucristo, Lucas nos guía hacia una reflexión profunda sobre la verdadera naturaleza del Salvador, de la paz que ofrece y sobre como deberíamos recibirle.
Un niño prometido
Desde el Antiguo Testamento Dios había prometido la llegada de un Mesías. En consonancia con el libro de Génesis, Isaías profetizó:
Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz (Isaías 9:6).
Esta profecía no era meramente un anuncio de esperanza, sino la garantía de que Dios mismo actuaría en favor de su pueblo. No obstante, la venida de Jesús ocurrió en circunstancias humildes, en un pesebre y lejos del esplendor que muchos esperaban. Allí se encontraba el Salvador, sobre un pesebre en Belén.
Belén, cuyo nombre significa “casa del pan”, es el lugar donde nació Jesús (Lucas 2:4-7). Este pequeño pueblo de Judá tiene una rica herencia histórica y teológica. Fue el lugar donde nació el rey David (1 Samuel 16:1) y el escenario de la promesa mesiánica:
Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad (Miqueas 5:2).
El título “casa del pan” cobra un significado especial al considerar que Jesús se describió a sí mismo como el “Pan de vida” (Juan 6:35). Pero al igual que el maná en el desierto, este pan de vida no sería bien recibido.
Un niño no recibido
¡Irónico! El salvador tan esperado, al llegar a cumplir con los asuntos encomendados por el Padre, no es bien recibido. Juan describe la paradoja de la Encarnación:
A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron (Juan 1:11).
El Hijo de Dios entró en la historia humana no como un conquistador político ni como un monarca imponente, sino como un niño vulnerable. Mientras tanto, los corazones de muchos permanecieron cerrados, incapaces de ver en Él al cumplimiento de las promesas mesiánicas.
Un falso príncipe de paz
Preparando unas clases sobre adviento hace un tiempo, fui maravillado por el contexto tan rico y muchas veces desapercibido que nos muestra Lucas 2. Este inicia con una referencia a César Augusto, el emperador romano que gobernaba en el momento del nacimiento de Jesús. Bajo Augusto, se construyó el Horologium Augusti, un reloj solar cuya sombra tocaba el Ara Pacis (Altar de la Paz), proclamando simbólicamente que Augusto era el portador de la paz para el mundo.
Sin embargo, esta “paz” era un espejismo, lograda mediante la fuerza militar y la opresión. Augusto era celebrado como un salvador, pero su reinado estaba lejos de reflejar la verdadera paz que el pueblo necesitaba: una paz espiritual y eterna.
Este emperador consolidó su control absoluto sobre Roma, mediante una combinación de astucia política, propaganda y reformas estratégicas. Roma estaba cansada de guerras civiles, y este astuto gobernante se presentó como el restaurador de la paz y el orden. Augusto Significa “el venerable” o “el exaltado” en latín, otras traducciones lo asemejan a Zeus, llamándole el “divino”. Este título tenía connotaciones religiosas, asociado con la protección de los dioses. Al adoptar este título, reforzó su imagen como una figura casi divina, elegida para traer paz y prosperidad al Imperio.
El verdadero Príncipe de Paz
En contraste con lo anterior, los ángeles anunciaron el nacimiento de un Salvador que traería una paz genuina:
Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor (Lucas 2:11).
La paz que Jesús ofrece no es impuesta desde el poder terrenal, sino otorgada desde el amor y la reconciliación con Dios. Como lo expresó Pablo: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).
Jesús no solo cumplió la profecía de Isaías como el Príncipe de Paz; también superó las expectativas humanas, al mostrarnos que la verdadera paz no depende de las circunstancias externas, sino de una relación transformadora que Dios provee en su maravillosa gracia.
¡Recibámoslo!
Hoy, la invitación sigue abierta. Estas fechas recuerdan de forma simbólica el cumplimiento de una promesa. En una época donde muchos aún buscan “augustos” que prometen falsas soluciones a los problemas del mundo, falsa paz en medio de las aflicciones, falsa sanidad en medio de la enfermedad, falsa sabiduría en medio de la ignorancia y falsa fuerza en medio de la debilidad, recordemos que solo en Cristo Jesús encontramos la paz verdadera.
No seamos como aquellos que no le recibieron. Al contrario, que nuestras vidas sean un reflejo de gratitud y adoración, como los pastores que glorificaron a Dios al conocer al Salvador.
En esta Navidad, que podamos declarar con alegría: “Un niño nos es nacido, un Salvador nos ha sido dado”, y vivamos como quienes han recibido el mayor regalo: la salvación en Cristo.
Recibamos al Príncipe de Paz en nuestros corazones.