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El Dios que quiso ser bebé

El Dios que quiso ser bebé*
(Una meditación navideña)

Para los que creemos profundamente en la deidad de Jesucristo y estamos convencidos de que él era (y es) Dios, nos resulta algo difícil reconocer también su plena humanidad. La primera herejía cristológica, que el Nuevo Testamento asocia con el anticristo, es la de negar que Jesucristo ha venido en carne (1 Jn 4:3; 2 Jn 7). Aunque nos pueda parecer muy espiritual y santo exagerar exclusivamente el carácter divino de Jesús y minimizar o negar su humanidad, y muchos tenemos algo de esa tendencia, de hecho es un error gravísimo. El Nuevo Testamento enseña que Jesús es tan Dios como el Padre, pero también tan humano como cualquiera de nosotros. De hecho, más humano, porque no tenía nada del pecado que nos deshumaniza a nosotros.

Cuando Jn 1:14 declara que «el Verbo fue hecho carne», al escoger la palabra «carne» enseña en una forma muy enfática la plena identificación de Cristo con nuestra humanidad. El término «carne» sugiere nuestra debilidad como seres humanos, nuestra vulnerabilidad y aun nuestra inclinación hacia el pecado. Y esa es la naturaleza humana que el Verbo eterno quiso asumir al nacer entre nosotros. No nació con alguna naturaleza humana privilegiada, inmune a la tentación y las angustias de nuestra vida humana, como una especie de supermán o ángel divino que solo aparentaba ser humano. Él era realmente humano, era carne.

El verbo «fue hecho» en Jn 1:14 es el mismo verbo que aparece en 1:3, «todas las cosas por él fueron hechas», y 1:10, «el mundo fue hecho por él». Como Verbo eterno, era Creador del universo. Pero ahora él mismo «fue hecho» lo que no había sido antes; fue hecho un ser humano en carne como la nuestra. El Creador mismo, en su infinito amor, aceptó ser hecho criatura, para salvarnos a nosotros.  Por eso el mismo verbo aparece en 1:12: porque él quiso ser hecho carne, nosotros podemos «ser hechos hijos de Dios» en él.

La palabra «Navidad» viene del latín, Nativitas Dei, el nacimiento de Dios. En tiempos pasados a veces indicaban las fechas como «tantos años desde el nacimiento de Dios». ¡Qué increíble! ¡El Dios eterno e infinito, en la persona divina del Verbo, quiso nacer como un bebé! ¡Se convirtió en un paquetito de vida y amor envuelto en pañales y acostado en un pesebre! Fue Dios que dormía en ese pesebre, pero no fue Dios Padre ni fue el Espíritu Santo, sino que fue el Verbo que desde la eternidad quiso nacer entre nosotros. Eso es lo que celebramos cada año en la Navidad.

El Nuevo Testamento nos enseña que Jesús nació por concepción virginal, sin padre biológico, pero nos enseña también que el embarazo de María era plenamente humano hasta que «se cumplieron los días de su alumbramiento» (Lc 2:6).  De eso queda evidente que Jesús no solo nació como bebé, sino también que durante unos nueve meses vivía encerrado dentro del vientre de su madre, como cualquier otro bebé en formación.  Eso nos resulta aún más increíble. ¡Lo infinito reducido físicamente a lo más diminutivo, hasta un embrión microscópico! ¡Jesucristo es el Dios que quiso ser un feto prenatal!

San Lucas insiste también en que Jesús tuvo una infancia y una niñez muy humanas y muy normales. De su pariente Juan (Jesús tuvo una familia extendida), Lucas dice que «el niño crecía y se fortalecía» (Lc 1:80), y de la misma manera dice de Jesús que «el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría» (Lc 2:40). Jesús no nació con la cabeza llena de conceptos teológicos; al nacer, ni sabía hablar. Sin lugar a dudas, aprendió a hablar como aprende todo niño, y después aprendió a leer y escribir. Y crecía. Aun a los doce años, después de su brillante diálogo con los maestros en el templo (Lc 2:41-47), no dejó de crecer sino que «crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los demás» (2:52). Jesucristo es el Dios que quiso ser muchacho. Es el Dios que quiso hacerse plenamente humano, para hacernos a nosotros también plenamente humanos.

«Y el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1:14). Su origen y naturaleza divina no lo separó de la comunidad que le rodeaba. Jesús no moraba en las nubes, en las alturas místicas ni en un monasterio espiritual de piedad individualista. «Tomó residencia en la tierra», como dijera Pablo Neruda. Su vida humana fue una constante y profunda relación con los demás seres humanos, con los que quiso compartir en lo más profundo toda la realidad de nuestra vida. En Cristo, Dios quiso estar más cerca de nosotros. Jesucristo es el Dios que quiso ser nuestro vecino.

La celebración de la Navidad nunca debe separarse de esa otra gran celebración cristiana, la Semana Santa. Esa carne que Jesús asumió al nacer, un día la entregó por nosotros sobre una cruz. Esta fue la última expresión de su identificación con nosotros, la expresión final y definitiva de su amor. Durante el Sábado Santo fue un muerto (Ap 1:18; 2:8, «fui cadáver»), pero al tercer día resucitó a novedad de vida. Jesucristo es el Dios que quiso compartir nuestra muerte con nosotros, para que nosotros podamos morir con él y compartir su vida eternamente.


* Artículo publicado con permiso del autor. Esta reflexión es compartida todos los años en el blog personal del Dr. Juan Stam.

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