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La luz tal vez al final del túnel: la pandemia empieza a declinar y, por lo tanto, los viejos fantasmas de anteayer nos reclaman a nosotros una vez más.
En realidad, esta última pandemia nos ha sido una prueba adicional entre innumerables otras que han forjado nuestros temples humanos: entre el Tigris y el Éufrates, a lo largo de las riberas desérticas del Nilo, por entre las cumbres heladas del Tíbet, al vaivén de los peligrosos oleajes de todos los océanos hasta en nuestros días haber llegado a la Luna y en plenos preparativos para ir más lejos a Marte.
Por otra parte, las secuelas de esta pandemia parecen no haber calado tan hondamente como en tantas otras ocasiones de nuestro pasado.
Arnold Toynbee atribuía el origen y avance de cada una de las civilizaciones a un desafío natural previamente superado. Y así el hielo para el esquimal, la arena seca para el tuareg del desierto, el océano sin horizontes precisos para los vikingos, las selvas tórridas para los africanos, los bosques aparentemente interminables para los asiáticos en el corazón de Siberia o de Japón, y más tarde en nuestro continente americano las subsecuentes migraciones a pie desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. Todas y cada una de esas realidades desafiaron vitalmente a nuestros antepasados de hace miles de años.
Y de ahí todas las regiones del Oriente, del Occidente y de las Américas vieron desarrollarse en su seno ese rasgo mayúsculo que hoy llamamos “civilizaciones”.
Pues el hombre solo ha podido crecer civilizadamente con base a las múltiples adversidades de sus respectivos entornos según ese principio bíblico que nos advierte que hemos de comer nuestro pan sin excepciones con el sudor de nuestras frentes, como no menos las madres siempre parirán a sus retoños con dolor.
Por eso, a mí me preocupa otra más entre muchas pandemias: la de esas luchas sin tregua que tejen cada una de nuestras propias vidas.
Los desafíos desalentadores, pues, tanto los más arcaicos de las sed y del hambre como los más recientes de la soledad y del fracaso nos han abrumado sin pausa.
Todo lo cual me recuerda una vez más aquella frase de honda sabiduría del Qohelet (El Predicador): “La vida del hombre sobre la tierra es una milicia”, es decir, una incesante guerra consigo mismo y con su entorno.
De esa índole, aquellas famosas diez plagas de Egipto, puestas hoy al día para nosotros y nuestros contemporáneos con reiteradas depresiones económicas, terremotos arrasadores, sequías desesperantes, lluvias de ceniza volcánica a todo lo largo y ancho del anillo de fuego que ciñe al Océano Pacífico o las plagas de toda clase de parásitos, sobre todo en nuestros días los microbianos.
Así nos hemos hecho y así sobrevivido.
Y, a pesar de todo ello, nuestra humanidad se ha suavizado al dilatarnos los médicos nuestra esperanza media de vida con sus asombrosos avances, sin olvidar la dulzura cada vez más creciente del cristianismo.
Todo ello ha equivalido a múltiples y eficaces exhortaciones a tornarnos mejores seres humanos.
Y así quienes han superado esos múltiples desafíos de cada momento han aportado con sus ejemplos a la formación de nuestro carácter.
Y dentro de tal marco optimista, reitero, nunca hemos logrado escapar sin embargo a las angustias humanas de lo cotidiano: retener un trabajo productivo, vivir dentro de un Estado de Derecho que nos posibilite nuestra integridad corporal y espiritual, progresar en el uso cada vez más eficiente de los medios masivos de salud, de educación, de producción, de previsión social y, no menos, hasta de ese recogimiento necesario para nuestro diálogo siempre inevitablemente íntimo con nuestro Hacedor.
Y aun encima de todo ello, retener, con sus rasgos individuales propios, por supuesto, nuestro sentido del humor a lo largo de esa cooperación que ha de ser siempre abierta, sincera y fraternal con los demás seres humanos.
Y de tal manera, esta tan reciente revolución digital, por ejemplo, que nos ha librado cada vez más a todos de las constricciones del aquí y el ahora, empieza por otra parte a amenazarnos desde las sombras del anonimato con empujarnos a todos hacia nuevas y ultramodernas variantes del despotismo. Aunque esta vez fácilmente identificables en los todopoderosos jerarcas de los medios masivos digitales de comunicación, tanto aquellos del Silicon Valley como otros sedicentes “grandes hermanos” agazapados en Pekín, la Habana o Washington D. C.
Porque la historia de nuestra humanidad nunca ha conocido el simplismo de tregua alguna duradera.
Y con ello, más cercano e inevitable a un tiempo permanecen la incógnita de la muerte, la angustia existencial, el pavor de la muerte y, peor que todo lo demás, nuestros sentimientos de culpas que a veces creemos imperdonables.
Aunque no menos también nos alivian la esperanza en un mejor futuro, el amor incondicional de tantos amigos, el progreso imparable hacia lo mejor de la ciencia y de la cultura y hasta esa misma fe derivada de la certeza de una vida eterna e inimaginablemente mucho más plena.
Esto último eso sí, una vivencia que en último análisis siempre tendrá lugar a solas y sin testigos.
Y de esa manera podemos concluir que cada recién nacido, cada recién casado (o “rejuntado”), cada profesional por fin logrado, cada aporte de cualquier genio, famoso o hasta ahora desconocido por todos, se constituye en su conjunto en una confirmación reiterada de que nuestras vidas sí tienen un para qué.
Pudiera parecer que lo que aquí digo es una meditación para el inicio de un nuevo año o de un nuevo ciclo de vida. Pero más bien la incluyo como una confirmación de que la esperanza también tiene su justificación y que por ello mismo siempre acompañará a todo hombre y a toda mujer de buena voluntad.
Y entonces, ¿qué decir al final de esta última pandemia?
Que ha sido tan solo una instancia más entre infinitas otras de que siempre dispondremos gozosamente de un por qué y de un para qué para habernos afanado tanto.
Nos aguarda ahora una vez más otra pausa prolongada para restañar heridas del pasado o para llenar vacíos de nuestra sabiduría.
Pero nada de esto nos deja espacio para que nos podamos relajar irresponsablemente, según aquella advertencia de Pablo de Tarso a los efesios: “Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque de todas maneras se avecinan días malos” (Efesios 5:15-16).
Aunque también se pueden avizorar días mejores, hasta ese extremo de que siempre podremos reiterar aquello otro afirmado por ese mismo apóstol: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (1 Timoteo 4:7).
Dichoso, pues, todo aquel que las pueda hacer suyas, en la presencia o en la ausencia de cualquier pandemia o de cualquier prueba.
Revelación de Dios en cuanto un mensaje de vida para los muertos a la fe…
La espiritualidad cristiana, definitivamente, tiene que ver con la totalidad de la vida, es decir, se lleva a cabo y se ejercita en lo individual y en lo comunitario, en la soledad y en lo social. También es cierto que esta tiene un fin: acercarnos más a Dios y a nuestro prójimo. ¿Cuáles son aquellas prácticas que nos ayudan a ser mejores discípulos del Señor? ¿Qué es, realmente, la “espiritualidad cristiana”? ¿Hemos olvidado ejercicios espirituales valiosos? Te invitamos a unirte a esta nueva conversación.
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